La tecnología amenaza la mano de obra
Ned Ludd, que destruyó dos máquinas de tejer en el siglo XIX, organizó la primera protesta contra el cambio tecnológico
EDUARDO PORTER (NYT) Nueva York 30 ABR 2014 - 17:17 CET
Es tal la emoción con la que el sector tecnológico aguarda las novedades que están por llegar en el campo de la medicina que todo lo que se diga es poco.
Eric Horvitz, codirector del principal laboratorio de Microsoft en Redmond(Washington, EE UU) se refiere, por ejemplo, a un sistema que podría predecir la probabilidad de que una mujer embarazada sufra una depresión posparto mediante el análisis de sus publicaciones en Twitter.Para ello estudiaría la frecuencia con la que esta mujer usa palabras como “yo” y “mí”.
Ramesh Rao, del Instituto de Telecomunicaciones y Tecnología de la Información de la Universidad de California, describe cómo los médicos utilizan vídeos y audios para evaluar a distancia a víctimas de ictus. Aciertan en el clavo el 98% de las veces. “Las cosas verdaderamente innovadoras aún no se han puesto en marcha”, dice Rao. “Lo que quiera que pase será una revolución”, añade.
Pero la historia no termina ahí. Hace unos años, esta clase de desarrollo se consideraba una oportunidad para mejorar la salud y la calidad de vida mientras se reducían los costes sanitarios y aumentaba la productividad.
En cambio, el pesimismo ha invadido el concepto que la sociedad tiene del impacto de estos avances. Es un antiguo temor arraigado desde los tiempos de Ned Ludd, quien destruyó dos máquinas de tejer mecánicas en la Inglaterra del siglo XIX y propició la aparición del ludismo, la primera protesta organizada contra el cambio tecnológico.
Ahora el miedo es que la tecnología haya sustituido a la mano de obra, en vez de ser su complemento. Como escribía hace poco Bradford Delong, de la Universidad de California, a lo largo de la historia, cuando una máquina ha asumido el trabajo que antes realizaba una persona, ha hecho a su vez más necesaria las capacidades humanas complementarias (como las propias de los ojos, los oídos o el cerebro).
Pero, como también señala Delong, ninguna ley de la naturaleza garantiza que esto vaya a ser siempre así. Puede que algunos trabajos —el de niñera, por ejemplo —siempre requieran mucha mano de obra. Aunque a medida que la tecnología se cuela en tareas que dependen principalmente de la capacidad intelectual, amenaza con recortar el número de empleos. Estas tribulaciones sorpenden a muchos economistas, que las consideran heréticas.
El Nobel de Economía Robert Solow planteó hace medio siglo que la proporción de las recompensas que una economía concede a la mano de obra y al capital se mantendría más o menos estable a largo plazo. Pero hay pruebas que demuestran que ese principio ya no es válido. En EE UU, la proporción de la renta que se destina a los trabajadores ha alcanzado su nivel más bajo desde la década de 1950.
Solow subrayaba que su teoría parte de la base de “una economía en situación constante, en la que no se producen cambios estructurales sistemáticos”. Esa premisa parece que ya no se cumple. El economista señala que probablemente la tecnología no sea el único motivo por el que el porcentaje destinado a la mano de obra se esté reduciendo. Menciona “otras razones”, como la disminución del salario mínimo. Pero está claro que sí que influye. Y este cambio se produce en todos los países.
En la revista Quarterly Journal of Economics, Lukas Karabarbunis y Brent Neiman, de la Universidad de Chicago, sostienen que la proporción de la renta destinada a los trabajadores se ha reducido en todo el mundo.
A medida que el coste de las inversiones de capital ha disminuido respecto al de la mano de obra, las empresas han sustituido a trabajadores por tecnología. Las consecuencias son nefastas: la enorme desigualdad en la distribución de la renta, que ha estado aumentando desde la década de 1980, se hará más acusada. Los economistas canadienses Paul Beaudry, David Green y Benjamin Sand han descubierto que, en EE UU, la demanda de trabajadores muy cualificados alcanzó su techo en torno al año 2000 y luego comenzó a decaer. Quienes están muy preparados tienen que bajar su listón para encontrar trabajo, lo que dificulta que los menos cualificados encuentren empleo. ¿Y qué hay de las perspectivas a largo plazo de los buenos trabajos en el campo de la medicina?
Los dirigentes políticos se aferran a la esperanza de que el crecimiento del sector ampare a los trabajadores de clase media. Pero la tecnología podría dar al traste con esta promesa. En palabras de Rao, el diagnóstico de una depresión a través de Twitter “no exige ninguna formación médica”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario