martes, 26 de agosto de 2014

48 horas en la zona de aislamiento | Planeta Futuro | EL PAÍS

48 horas en la zona de aislamiento | Planeta Futuro | EL PAÍS

48 horas en la zona de aislamiento

Médico y ginecólogo en el hospital de Kailahun (Sierra Leona), Benjamin Black narra al detalle dos días de su trabajo: cómo el ébola acaba con familias enteras; la desolación que siente y lo difícil que es tranquilizar a los pacientes, sabiendo que muchos van a morir





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Dos enfermos de Ébola esperan a ser admitidos en el centro de aislamiento de Kailahun. /SYLVAIN CHERKAOUI/COSMOS


La medicina en un brote de Ébola no es una ciencia exacta. El manejo de la epidemia implica hacer un uso lo más limitado posible de procedimientos y técnicas para evitar actuaciones innecesarias que podrían exponer a los trabajadores sanitarios al riesgo de infectarse, como, por ejemplo, al insertar vías intravenosas utilizando una aguja.
Una vez que me pongo la engorrosa indumentaria protectora, uno de mis compañeros comprueba que no me he dejado ni un milímetro de piel sin protección. Si todo está correcto,entro en la unidad de aislamiento con la enfermera que permanecerá a mi lado durante el tiempo que estemos dentro. Vamos siempre en pareja para asegurarnos de que nada nos pase y para estar siempre pendientes el uno del otro.
El primer lugar por el que pasamos es el área de casos sospechosos, donde se encuentran la mayoría de pacientes admitidos durante las últimas 24 horas. Allí esperan los resultados de los análisis de sangre que determinarán si pasarán a considerarse casos confirmados o si son dados de alta.
La mayoría de pacientes sospechosos tienen buen aspecto. Dentro de la tienda, donde reina el calor y la humedad, sólo uno de los hombres está metido en la cama. Le había visto en admisiones el día antes, cuando entró por su propio pie declarando que padecía síntomas preocupantes. Ha empezado a sufrir episodios de diarrea acuosa y apenas tiene apetito, pero conserva al 100% su nivel de consciencia y puede mantener una conversación coherente. Hablamos con él sobre los cuidados básicos que hay que aplicar cuando se padece diarrea y comprobamos que clínicamente no está deshidratado.
De repente, mientras me despido de él, me viene a la cabeza la idea de que muchos de nuestros pacientes llegan a la unidad en pequeños convoyes; a veces son familias enteras y otras veces son grupos de vecinos asustados por las muertes misteriosas que han empezado a producirse en su pueblo. Ayer, sin ir más lejos, seis miembros de una misma familia vinieron de una aldea donde se había declarado un brote descontrolado. Todos han dado positivo en los análisis y han sido trasladados al área de casos confirmados, ocupando las camas de personas que acababan de fallecer o de ser dadas de alta. Me recuerda demasiado al caso que contaba mi compañero Massimo hace apenas unos días… Sólo espero que esta familia no corra la misma suerte que aquella.
Pero sigamos nuestro camino. En la tienda de al lado a la de los casos sospechosos se encuentran los casos probables, que son aquellos que aún esperan los resultados de los análisis pero cuya historia clínica describe síntomas claros y contactos directos con personas infectadas.
Los pacientes en la tienda de casos probables parecen estar en un estado significativamente peor que los sospechosos. La mayoría yace en posición fetal, con una mano encima del estómago (un síntoma frecuente del Ébola es el dolor de estómago) y se encuentran débiles y apáticos.
Hay un niño acurrucado en silencio en la cama. Llegó ayer por la tarde a última hora, dice tener nueve años, está visiblemente desnutrido y fácilmente podría pasar por un chico mucho más pequeño. Llegó hasta aquí en la misma ambulancia que trajo a su madre… Y, aunque de momento está más o menos estable, la terrible imagen que presencié junto a mis compañeros probablemente me acompañe de por vida.
Fatmata está emocionalmente exhausta, sin ganas de luchar. Es como si ya sólo pensara en reunirse con sus seres más queridos
Cuando abrimos las puertas de la ambulancia, nos encontramos con que la madre había fallecido durante el traslado. El niño yacía a su lado, estirado sobre un charco de diarrea acuosa y, aunque estaba despierto, era incapaz de demostrar ningún signo de contacto visual. Estaba muerto de miedo tras haber visto morir a su madre de aquella manera tan cruel y ahora tenía ante sus ojos la amenazadora presencia de esos desconocidos vestidos de astronauta. Intento ponerme en su lugar, pero sé que nunca lograré comprender cómo se puede sentir un niño al que le toca enfrentarse a un horror semejante.
Atravesamos las puertas rojas de plástico que separan a los sospechosos y probables de los casos confirmados. Nos lavamos los pies con cloro y pasamos a ver a los pacientes que están en un estado más preocupante. No es posible dedicarle tiempo a todos cada vez que hacemos la ronda de la sala, pues hace demasiado calor dentro del traje y hay muchos enfermos. Así que, antes de entrar, nos sentamos y acordamos a quién hay que ver y a quién se puede dejar en observación fuera de la zona de alto riesgo. Llevo un papel en el que tengo escritos sus nombres y un bolígrafo para tomar notas. Cada vez que termino la ronda, me dirijo al límite del perímetro de seguridad y transmito lo que acabo de ver a otro médico que está fuera. Él lo anota en otro papel y yo dejo mis notas en el interior del área de aislamiento. Todo lo que ha entrado en esta zona no puede volver a salir.
Hay muchos pacientes apiñados en el exterior de la tienda, pero siempre dentro del área de aislamiento. Algunos escuchan la radio y otros hablan en pequeños círculos. Dentro de esta unidad se ha formado una pequeña comunidad: son conscientes de que todos están unidos por un problema similar.
Estirada en una de las tiendas me encuentro a una mujer que parece no estar nada bien. Compruebo la pulsera que le han puesto en la muñeca y veo que no está en la lista que hicimos hace unos minutos, pero no hay duda de que su estado es preocupante. Su respiración es rápida y superficial y sus ojos, aunque abiertos, están vidriados, con la mirada fija en el horizonte. No hay signos de reconocimiento. Sus brazos están flexionados y rígidos, con los puños apretados como si estuviera a punto de empezar un combate de boxeo. Sufre incontinencia y parece claro que estaba en la última fase de la enfermedad. Lo anoto, me lavo los guantes con cloro y sigo adelante. En cuanto salgo de ahí explico a mis compañeros el deterioro de nuestra paciente. La cosa pinta mal, así que decidimos probar a ponerle una vía intravenosa. Sin embargo, no tuvimos oportunidad de hacerlo. Hace un rato fue a verla el otro equipo y se la encontraron muerta.
El doctor Black, con una paciente recuperada y su bebé. / MSF
Llego a la primera paciente de mi lista, Fatmata, una mujer de mediana edad. En los últimos días parecía estar recuperándose, pero ahora tiene diarrea. Está tendida en el suelo, en el recinto exterior de la zona de aislamiento. Cuenta con la energía suficiente para salir por sí misma de la calurosa tienda, pero está muy débil y apática. Me arrodillo a su lado para tomarle el pulso, compruebo su temperatura y vigilo su respiración. "Fatmata, how de'body?" Le pregunto con mi pobre criollo. Me mira, lo cual me tranquiliza. Nos dice a mí y a la enfermera que no tiene problemas, que ya no tiene diarrea y que ha empezado a comer. Me quedo preocupado porque la descripción que me da de su estado no se ajusta para nada a su aspecto. Gran parte de la familia de Fatmata ya ha muerto y su marido también acaba de fallecer.
De nuevo le pregunto cómo se siente. "Triste", me responde. Me doy cuenta de que emocionalmente está exhausta, sin ganas de luchar. Es como si ya sólo pensara en reunirse con sus seres más queridos, con aquellos a los que acaba de perder. Tomo un par de notas y cuando salgo le pido al psicólogo que le haga una nueva visita pero éste, a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas, no consigue hacerla hablar.

Un día previsiblemente triste

Han pasado 24 horas en las que apenas he dormido pensando en todos nuestros pacientes. En la ronda de esta mañana, tal y como me temía, me he encontrado a Fatmata tendida en la cama, en la misma postura de boxeo que la otra mujer. Ojos abiertos y su cuerpo rígido, en rigor mortis.
Por si fuera poco, como soy el único ginecólogo, me han encomendado una misión especial: asistir a Mariama, una mujer de 30 años que tenía los pechos hinchados y doloridos. Fue admitida hace un par de días en la sala de aislamiento con su hijo de cuatro años. Mariama había dado a luz y estaba amamantando a su bebé cuando la gente de su aldea empezó a sufrir fuertes fiebres y vómitos. Su madre fue la primera de sus familiares en morir. Después fueron muriendo todos sus hijos, uno por uno, hasta que sólo le quedó con vida el de cuatro años, que hasta esta mañana se encontraba en la sala de aislamiento con ella.
Augustine yacía en un estado tan lamentable que parecía llegado de una zona de hambruna.
Mariama es alta y extremadamente delgada. Esta mañana aparentemente estaba bastante bien: podía caminar por la sala de aislamiento sin problemas y hablaba con normalidad. Como consecuencia de haber perdido al niño al que estaba amamantando, uno de sus pechos, el izquierdo, estaba hinchado y lleno de leche. Le sacamos la leche explicándole que el dolor se le pasaría si repetía ese procedimiento. Y como la leche materna también es portadora del Ébola (al igual que todos los demás fluidos corporales), era importante que entendiera cómo vaciar su pecho lleno de leche infectada de una manera segura.
Ayer su hijo Augustine yacía en el suelo, en un estado tan lamentable que parecía que hubiese llegado directamente de una zona de hambruna. Las moscas volaban por encima de su cabeza, tenía los ojos hundidos y tristes y su piel estaba flácida, con signos de deshidratación severa. Sus encías sangraban, dejándole manchas de sangre seca en los labios y la lengua, y su hígado estaba distendido y blando. Durante el examen, sólo se quejó ocasionalmente. El resto de tiempo se mantuvo apático, centrándose solamente en llenar sus jóvenes pulmones del aire suficiente para respirar. Mariama nos confirmó que Augustine tenía diarrea copiosa. Necesitaba ser hidratado con urgencia, así que decidimos ponerle una vía para intentar sustituir el líquido que había perdido.
Hoy, cuando volví a ver a Augustine, seguía estando muy enfermo, pero la mejoría con respecto a ayer era clara. Su piel había ganado tersura y estaba más consciente. Incluso se resistía un poco a que le examinara, lo cual me hacía ser cautelosamente optimista. Decidimos que su mejoría era un signo de que requería apoyo adicional, así que acordamos ponerle una sonda nasogástrica (un tubo insertado a través de la nariz que va directamente al estómago) con la que darle suplementos nutricionales. Sin embargo, cuando el siguiente equipo de médicos entró en la sala de aislamiento para ponerle la sonda, se encontró al pequeño Augustine yaciendo al lado de Mariama. La joven madre acababa de perder al único hijo que le quedaba, víctima de esta epidemia sin sentido.
Nunca me había sentido a la vez tan lejos y tan íntimamente cerca de un extraño
No os podéis imaginar lo difícil que es transmitir humanidad a nuestros pacientes en una unidad de aislamiento, más aún cuando sabes que muchos van a morir. Como trabajador sanitario estoy acostumbrado a poder comunicarme con mis pacientes y transmitirles esperanza y empatía por la situación en la que se encuentran. Trato de hacerles ver que no están solos, que aunque no pueda sentir sus miedos ni dolores, sí puedo ayudarles a salir adelante. En cambio, en una unidad de aislamiento el contacto es a través de dos guantes y una especie de escafandra que cuenta con tres capas de protección. La única parte de mí que puede verme son mis ojos, aunque estos están también parcialmente ocultos detrás de unas gafas opacas. Si a todo esto se le añade la distancia lingüística, las diferencias culturales y una falta de entendimiento de lo que supone esa sombra que se cierne sobre ellos y sus seres queridos, entenderéis la frustración que toda esta situación me provoca. Nunca en mi vida profesional me había sentido a la vez tan lejos y tan íntimamente cerca de un extraño como me he sentido esta tarde, cuando puse mi mano entre las de Mariama y tuve que, únicamente con los ojos y con un sutil movimiento de cabeza, trasmitirle mis más sinceras condolencias.
El único consuelo que me queda en estos momentos duros es un pequeño grupo de niños que se está recuperando sorprendentemente bien. Se han unido para crear una pseudo familia y, ante la falta de padres, me emociono al ver cómo los más mayores se ocupan con absoluta dedicación de los más pequeños.
Y aún así, aunque es cierto que hay esperanza y que cada día damos de alta a dos o tres pacientes, lo cual obviamente me llena de alegría, no me queda otra que terminar mi relato con un mensaje crítico: la epidemia sigue haciendo estragos y hasta que la comunidad internacional no ponga más recursos humanos y se coordine para detener su curso, estas historias innecesarias y tristes seguirán repitiéndose de una manera demasiado frecuente.
Benjamin Black es ginecólogo en el hospital de Médicos Sin Fronteras en Kailahun, Sierra Leona.
Todos los nombres de los pacientes han sido modificados para preservar la confidencialidad y la dignidad de los mismos.

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