martes, 6 de diciembre de 2011

Humanidades médicas - Alfredo Rosado Bartolomé - Conmiseración y medicina primaria - JANO.es - ELSEVIER

Conmiseración y medicina primaria

Alfredo Rosado Bartolomé
Médico de Familia. Madrid
23 Noviembre 2011

Una excesiva implicación emocional entre médico y paciente puede ser tan nociva para ambos como la falta de empatía. Para poner de manifiesto las secuelas de la compasión mal entendida, el autor de este artículo analiza la ficción literaria de la novela de Stefan Zweig (1881-1942), La impaciencia del corazón.


Hace pocos años, en estas mismas páginas, se utilizó la obra de Pío Baroja El árbol de la ciencia para analizar el trillado asunto de la empatía en la relación clínica. El protagonista de la novela, Andrés Hurtado, constituye aparentemente un ejemplo palmario de lo que no debe ser un médico. Se trata de un estudiante de medicina tan empático con el sufrimiento ajeno que se aísla de él para poder tolerarlo.

El doctor Francesc Borrell resumía los objetivos de su interpretación con estas palabras: “Si en un futuro gozamos de una teoría de la medicina de cierto rigor, un apartado deberá dedicarse, sin duda, a las condiciones de personalidad y carácter para ejercerla y las influencias educacionales convenientes o necesarias para lograr médicos adaptados al sufrimiento humano”1. Se trataría, nada más y nada menos, que de establecer la horma para configurar el modo en que han de afrontar la enfermedad y el dolor las futuras generaciones de médicos2.

El desinterés y la generosidad no son aplicables de una forma unívoca y preestablecida. No existen manuales prácticos ni protocolos de filantropía. Es más, como reza el dicho popular, el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.

Pero ¿por qué es tan importante la actitud del facultativo ante los padecimientos ajenos? ¿No estaremos primando en demasía los intereses del enfermo? Para tratar de responder a esta pregunta en apariencia tan políticamente incorrecta y evitar caer en un análisis demasiado teórico y distanciado de la realidad, parece imprescindible conocer las razones que dicen tener los estudiantes de medicina para optar por esta profesión. Según muestran los estudios de campo, los principales motivos son, con gran diferencia, de tipo altruista y humanitario3. Pero esto es sólo el comienzo. El desinterés y la generosidad no son aplicables de una forma unívoca y preestablecida. No existen manuales prácticos ni protocolos de filantropía. Es más, como reza el dicho popular, el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No es suficiente con buscar la alternativa técnicamente más adecuada para el enfermo. Además de informarle y dejar que sea él quien decida si así lo quiere, para transitar por este camino resulta inexcusable conocer la existencia de algunos atajos que, con la mejor voluntad, pueden depararnos profundos sinsabores. Para ilustrar la idea de que el egoísmo inteligente del médico es la mejor actitud para defender los intereses del paciente, poniendo de manifiesto las secuelas de la compasión mal entendida, me serviré de la ficción literaria de la novela de Stefan Zweig (1881-1942) La impaciencia del corazón4.


Un argumento convencional

El joven teniente Anton Hofmiller es destinado a una guarnición de provincias donde, en el transcurso de una fiesta, ofrece bailar a la hija del rico terrateniente local, sin conocer la discapacidad que la obliga a permanecer en silla de ruedas. Toda la novela es la descripción del esfuerzo continuado del teniente para hacerse perdonar su torpeza ante la joven aplacando a la vez las habladurías que le tildan de ser un cazador de dotes cuando simplemente se deja llevar por la compasión. Hasta aquí, un argumento convencional y poco prometedor. Presionado por la joven parapléjica y su acaudalado padre, el teniente se ve obligado a indagar sobre el pronóstico de aquélla ante el doctor Emmerich Condor, el único médico que la trata.

Hofmiller transmite a la familia de la enferma el voluntarismo del médico como si de la promesa de una recuperación total se tratase. Al saber Condor hasta qué punto han sido malinterpretadas sus palabras, advierte al teniente de las previsibles consecuencias del más que probable fracaso de cualquier tratamiento para una paciente manipuladora y exigente, que cuenta en sus antecedentes con dos intentos de suicidio. Temeroso de los efectos de admitir ante la enferma que su dolencia tiene muy remotas posibilidades de curación, el bienintencionado joven llegará a comprometerse con ella en matrimonio. El inicio de la Primera Guerra Mundial le proporciona una vía de escape ante un casamiento no deseado al que se ha visto abocado a causa de un sentido de la compasión mal entendido.

En apariencia, el protagonista es el generoso e insensato militar. Pero aunque el médico aparezca siempre en un segundo plano, dando la impresión de que es un mero pretexto para el desarrollo de la trama, la obra entera carecería de sentido sin este peculiar galeno. Su manera de pensar y proceder aparece dispersa a lo largo del libro. No obstante, la tesis para la que Zweig ha construido la novela resulta incomprensible sin Emmerich Condor, lo que no significa en absoluto que el facultativo sea el causante involuntario de una catástrofe. Después de recorrer Europa visitando a los más prestigiosos especialistas, sólo este médico general ha querido hacerse cargo de una paciente que todos sus colegas consideran desahuciada. A primera vista, y así lo interpreta Hofmiller en un primer momento, reúne todos los requisitos para etiquetarle como un oportunista desaprensivo que explota a la encumbrada familia de una enferma creando falsas expectativas.

Sin embargo, perdidos en medio de la narración y sin relieve alguno, descubrimos dos hechos que contradicen la impresión de que se trata de un tunante sin escrúpulos. El esforzado doctor Condor se pasa la vida corriendo de un lado a otro para atender a sus pacientes, es requerido en medio de la noche o durante las comidas constantemente y vive en el tercer piso de un humilde edificio de vecinos de un paupérrimo barrio periférico vienés. En la mayoría de las ocasiones no recibe honorarios por su trabajo. Sea por incapacidad o por falta de ambición, obviamente no se ha enriquecido con el ejercicio de la medicina. Parece un fracasado. Y sin embargo, no quiso ser un médico de éxito. No lo fue por su obstinación en casarse con una determinada mujer: “Mi madre, mi propia madre, se negó durante dos años a recibirla, porque ya me tenía preparado otro partido, la hija de un catedrático, que entonces era el internista más famoso de la universidad, y cuando me hubiera casado con ella, a las tres semanas habría sido profesor, luego catedrático y toda mi vida habría sido un lecho de rosas” (Pág. 351). La inadmisible particularidad de su elegida es ser invidente.


La tarea del médico del primer nivel muchas veces consiste en no perder los ánimos y perseverar ante procesos eufemísticamente llamados crónicos, sin posibilidad de curación, generalmente progresivos, sin crear jamás expectativas irreales en el paciente, haciéndose cargo de él de modo indefinido y con rigor.


Una vez aquí, puede que esta situación nos resulte familiar. ¿Dónde hemos visto al heroico médico que sacrifica su carrera por preferencias sentimentales? ¡Ah, sí! ¿Recuerdan Cuerpos y almas, aquella obra que tuvo un éxito de ventas tan enorme como las críticas que recibió?5 Pues su protagonista, Michel Doutreval, es también hijo de un catedrático que preparaba para su vástago un brillante futuro universitario siempre que no contrajese matrimonio con una de sus pacientes, enferma de tuberculosis. Ya vamos entendiendo. Emmerich Condor es otro héroe idealista, tan inverosímil como el creado por el piadoso Maxence Van der Meersch (1907- 1951) en Cuerpos y almas. Sin embargo, esta interpretación tampoco explica el modo de pensar de Condor, puesto en evidencia cuando censura al teniente su debilidad compasiva: “Uno tiene que servirse de todo lo que cae en [sus] manos, pues nunca la humanidad, ni un solo hombre, se ha curado todavía con la bondad y con la verdad” (Pág. 197).

Prometeo transmutado en Sísifo

Si el doctor Condor no es un oportunista ávido de dinero o fama ni un idealista camino de la santidad, quizá sea un utopista de la ciencia. Así puede entenderse su enfado al pedirle un pronóstico sobre la dolencia de la inválida: “De modo que, y que no se le olvide —dijo enojado, como si lo hubiera ofendido— para mí no hay enfermedades incurables, por principio no renuncio a nada ni a nadie, y nadie jamás me arrancará la palabra ‘incurable’. Lo máximo que diría, aun en el caso más desesperado, sería que una enfermedad ‘todavía no es curable’, es decir: no curable todavía por nuestra ciencia contemporánea” (Págs. 191-2). Seguidamente ilustra su fe positivista con el ejemplo de la diabetes que costó la vida a su padre y que entonces parecía próxima a ser tratable. Zweig escribe en 1938 esta obra ambientada en 1914, de manera que posiblemente supiese que ya en 1921 la insulina había sido aislada y estaban demostrados sus efectos terapéuticos.

También acude Condor al ejemplo de la sífilis, considerada incurable en su juventud y que por entonces empezaba a beneficiarse del tratamiento farmacológico. Parece que estamos ante un optimista empedernido provisto de una confianza ilimitada en el progreso técnico. Pero al mismo tiempo no deja de tener los pies en la tierra cuando admite la nula eficacia y escaso fundamento de lo que ha intentado hasta ahora. Con una honradez poco frecuente, no duda en reconocer la ineficacia de sus remedios: “¿No conoce usted nuestro viejo truco médico? Cuando no sabemos más, tratamos de ganar tiempo y entretenemos al paciente con chácharas y monsergas para que no se dé cuenta de nuestro desconcierto y, por suerte nuestra, en la mayoría de los casos la naturaleza también miente al enfermo y se convierte en nuestro mejor cómplice” (Pág. 195). Para Condor, explotar deliberadamente lo que hoy llamamos efecto placebo no carece de ética siempre y cuando suponga algún beneficio, real o imaginario, para el paciente, mientras llega la solución definitiva. Y tampoco trata de convencernos de las bondades de alguna nueva doctrina médica, tal como pretende Michel Doutreval con las teorías neohipocráticas.

La sincera confianza de este galeno en los avances de la medicina resulta casi tan conmovedora como su tenacidad. Y también peligrosa. Cuando se refiere al caso concreto de la paraplejia que intenta tratar infructuosamente desde hace años, alude a los excelentes resultados de un tratamiento recientemente aplicado con éxito en afecciones nerviosas periféricas. Esto es suficiente para que Hofmiller, y con él la familia de la inválida, se agarren al clavo ardiendo de la esperanza de una curación posible. Como cualquier médico, Condor en ningún momento garantiza nada, pero sus palabras malinterpretadas desencadenan una cascada de daños que culmina con el suicidio de la enferma. Pero al fin y al cabo, ¿para qué? ¿No habría sido mejor afrontar la realidad y decir a la paciente que no existen razones objetivas para esperar su curación? Este proceder responde al tan traído y llevado concepto de paternalismo médico que busca proteger al paciente sin contar con él. Como los insectos atrapados en el ámbar, La impaciencia del corazón destila de principio a fin un planteamiento de la relación terapéutica que empezó a ser demolido en la segunda mitad del pasado siglo y que en ningún momento es puesto en duda por el doctor Condor, incapaz de franquear los límites de la corrección deontológica de su época y arrastrando con él al protagonista. La clave de su conducta profesional queda de manifiesto cuando expone los motivos que le llevaron a renunciar al éxito profesional. Sostiene que en su matrimonio con una invidente sin recursos nada tuvo que ver un fracaso terapéutico, tal como maliciosamente sospechan algunos de sus colegas. Lo hizo para no abandonarla. “Uno tiene siempre la sensación de haber sido demasiado negligente, demasiado descuidado, y a eso hay que añadir los errores, los fallos técnicos, que inevitablemente comete... De todos modos, queda la tranquilidad de conciencia de haber salvado por lo menos una vida, de no haber defraudado una confianza, de haber hecho una cosa bien...” (Pág. 352).


El egoísmo inteligente del médico es la mejor actitud para defender los intereses del paciente.


El médico que superficialmente parecía un ingenuo positivista, confiado en que la técnica venciese a la biología tal como Prometeo devolvió a los hombres el fuego que les había robado Zeus, en realidad es Sísifo, condenado a arrastrar eternamente cuesta arriba la roca de la impotencia ante el padecer ajeno. Ni tiene el consuelo religioso de Michel Doutreval ni es un nihilista aristocrático como Andrés Hurtado. Parece extraer los ánimos para seguir con su esfuerzo de la propia futilidad de su empresa. Curiosamente, esto parece colmar sus expectativas y dar sentido a su agotadora tarea, dentro y fuera de su hogar. “Al fin y a la postre, uno debe saber si ha llevado una existencia insulsa y boba o si ha vivido para algo. Créame [...] vale la pena cargar con una tarea ardua, si con ello se aligera a otra persona” (Pág. 352). Así pues, su actitud no es el resultado de la exaltación pasajera propia de un momento de generosidad irreflexiva. Condor trabaja en silencio, sin reconocimiento alguno y sin desfallecer. El anonimato es parte de su estrategia y en él se ampara para dar valor a una tarea inabarcable. Parece que el novelista quiso poner frente a frente la conmiseración fugaz y destructiva de Hofmiller con la terca y humilde tenacidad de Condor.

Una tesis no explícita

Tanto la tozuda confianza en el progreso de la ciencia como el paternalismo del médico de “La impaciencia del corazón” son hoy puros anacronismos. También en esta obra Zweig describió el mundo de ayer6. Pero en el interior de un argumento novelesco presidido por una moral desfasada, y por debajo de la interpretación más inmediata, el autor parece haber escondido un valor que hoy conserva toda su vigencia. El médico no actúa movido por la culpa o la resignación. No hace de la necesidad virtud y, aunque jamás pueda excluirse un cierto grado de autoengaño, ha rechazado libremente opciones profesionales y personales muy halagüeñas. Precisamente éste es uno de los contrastes que le alejan del protagonista. A lo largo de toda la obra, el autor toma partido constantemente por el médico resaltando su actitud respecto a la del militar. Condor es un hombre maduro, poco agraciado, de modales toscos y sin ninguna cualidad destacable, que comparte su existencia con una invidente. No lamenta unas modestas condiciones de vida ni unas avasalladoras exigencias profesionales. Es más, las ha escogido él mismo. En palabras de su esposa, los pacientes extraen de él: “Su tiempo, sus nervios, su dinero” (Pág. 360). Carece de renombre, no pretende enriquecerse ni llegar a profesor y consejero áulico (Pág. 108); es uno de tantos, pues en Viena hay “cuatro médicos generales en cada esquina” (Pág. 336). Pero no huye del contacto asiduo con la enfermedad y sus metas quedan cumplidamente satisfechas con el intento de paliar infatigablemente lo que es imposible resolver. “Lo único que consigue uno es sacar unas gotas de agua con un dedal de ese mar sin fondo, y aquéllos a los que hoy cree haber curado mañana sufren otro achaque” (Pág. 352).

En vivo contraste, el teniente Hofmiller, a sus 25 años es un joven de agradable aspecto, deslumbrado ante el lujo de la residencia del terrateniente. Excelente jinete y oficial predilecto del coronel del regimiento en que sirve, tiene todas las posibilidades abiertas. Pero ante la enfermedad se deja llevar por la conmiseración más irreflexiva hasta el punto de que, frente al sufrimiento ajeno, siempre está dispuesto a hacer alguna concesión, sin reparar en sus consecuencias. Pero no es un vividor oportunista y rechaza la posibilidad de un matrimonio de conveniencia que le haría dueño de una fortuna de la noche a la mañana. Zweig, al que en ocasiones se ha tildado de maniqueo en sus planteamientos, se cuida de presentarle como un arribista sin escrúpulos. El propio Hofmiller admite sin paliativos una fragilidad que le lleva donde no desea: “Por primera vez empecé a comprender que los peores males de este mundo no son los causados por la maldad y la brutalidad, sino los causados por la debilidad” (Págs. 249-50).

Condor tiene todo en su contra para hacer el bien, pero lo sigue intentando. Hofmiller es capaz de hacer el bien, y de hecho lo consigue, aunque carece de sentido de la medida y no prevé las secuelas de su inmoderada buena fe. Quien acaba fracasando es el militar, que regresa de la Gran Guerra cargado de distinciones y ascensos pero completamente aislado y con un suicidio sobre su conciencia, mientras Condor sigue cumpliendo con la misión inacabable en torno a la que ha hecho girar su vida en el más absoluto anonimato. Su actitud queda resumida definitivamente cuando su propia esposa le recrimina la absurda pretensión de ayudar a todo el mundo: “Pero hay que intentarlo [...] Para eso se vive. Sólo para eso” (Pág. 360). Para él, es bastante.

Aun a riesgo de caer en la sobreinterpretación, se puede intuir que Zweig quiere hacernos recapacitar al final de su relato para que entendamos cabalmente el origen del cataclismo provocado por el protagonista. Tras la conclusión obvia de que la compasión por sí sola no garantiza el beneficio de quien la recibe, el autor nos muestra la conmiseración como una deficiencia comprensible pero no siempre excusable. Resistir al impulso de actuar, de una vez y para siempre, ante los males ajenos, no sería sino una claudicación o una huida ante lo que desagrada a los sentidos u ofende a la justicia. Hofmiller mismo, tras una descomunal reprimenda de sus superiores durante unos ejercicios militares, percibe que la compasión, aunque sea sincera, humilla al afligido sin confortarle. “¿Por qué los más bobos son siempre los de mejor corazón?” (Pág. 312). Sucumbir a la compasión, sin atemperarla con el raciocinio, es ceder ante un ofrecimiento tentador pero peligroso, es caer en la añagaza del que se deja cegar por la cólera sin medir las consecuencias de sus actos o se viene abajo ante una pasión a la que hasta entonces supo resistir, echando por tierra en un momento lo conseguido tras un prolongado esfuerzo. En suma, es seguir atolondradamente un camino fácil de imprevisibles consecuencias en lugar de avanzar penosamente por un terreno escarpado hacia una meta segura.

El ejercicio de la medicina primaria es, para ciertos temperamentos, un constante caminar por el borde de un precipicio. A este respecto, no corren ningún riesgo los que necesitan que se les explique la noción de empatía. Pero si hemos de dar por cierto que las aspiraciones humanitarias mueven a la mayor parte de los estudiantes de medicina, no resulta descabellado pensar que puede haber unos cuantos Hofmiller en las facultades. El peligro se acentuará si llegan a trabajar en el primer nivel asistencial. Al fin y al cabo, los especialistas y los facultativos del ámbito hospitalario, tras sus exploraciones y pruebas complementarias, llegan a un diagnóstico, establecen un pronóstico e instauran un tratamiento. Y luego, la conocida frase: control por el médico de atención primaria. Y así debe ser. Cada uno en su sitio. Pero el médico del primer nivel no pocas veces encuentra que su tarea consiste precisamente en no perder los ánimos y perseverar ante procesos eufemísticamente llamados crónicos, sin posibilidad de curación, generalmente progresivos, sin crear jamás expectativas irreales en el paciente, haciéndose cargo de él de modo indefinido y con rigor. Es una verdad de Perogrullo que en la medicina primaria el trato constante con el paciente nos lleva a saber más de él que su propia familia o que nosotros de la nuestra. Trabajamos en un ambiente muy propicio para sucumbir ante una implicación emocional a la que es absolutamente necesario resistir en bien del enfermo y en bien propio si queremos mantener el alejamiento afectivo necesario para actuar y pensar con la objetividad que la técnica exige. ¿Podrán hacer frente a esto todos los futuros médicos que hoy devoran los libros de texto por motivos altruistas y humanitarios? ¿Cuántos estarán dispuestos a empujar diariamente la roca de Sísifo?

 



BIBLIOGRAFÍA
1. Borrell i Carrió F. El árbol de la ciencia. Jano. 2008;1.681:50-2.
2. Borrell i Carrió F. Compromiso con el sufrimiento, empatía y dispatía. Med Clin (Barc). 2003;121:785-6.
3. Soria M, Guerra M, Giménez I, Escanero JF. La decisión de estudiar medicina: características. Educación Médica. 2006;9:91-7.
4. Zweig S. La impaciencia del corazón. Barcelona: Acantilado; 2006. Traducción de J. Fontcuberta. Existe una traducción al español de 1979 en Círculo de Lectores y Luis de Caralt, en versión de Alfredo Cahn, y otra editada por Debate en 2002 con el título La piedad peligrosa, traducida por Carlos Fortea. Aquí utilizaremos la edición de El Acantilado.
5. Recientemente reeditada (Barcelona: Planeta; 2008). Para su análisis desde un punto de vista histórico y médico, véase Vercel R. Corps et âmes de Maxence Van der Meersch. Le regard d’un écrivain sur la médecine en France à la veille de la Seconde Guerre mondiale. Hist Sci Med. 1997;31:269-76.
6. La autobiografía de Stefan Zweig, El mundo de ayer, Memorias de un europeo (Barcelona: El Acantilado; 2002) ha tenido un enorme éxito. Publicada en 1943 tras el suicidio del autor, muestra su trayectoria vital en paralelo al auge del totalitarismo que destruyó para siempre un período de la cultura europea tan rico como irrepetible.
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