domingo, 17 de marzo de 2019

La rehumanización del progreso | Observatorio de Bioética, UCV

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Observatorio de Bioética, UCV



La rehumanización del progreso


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La rehumanización del progreso
07 marzo
11:312019
El pasado 23 de febrero ha tenido lugar en el Palacio de Luxemburgo, sede del Senado de Francia, la presentación en sociedad de la plataforma cultural “One of us” en defensa de la vida humana. Y lo ha hecho en un acto marcadamente académico, que ha contado con la presencia de filósofos de talla internacional como Rémi Brague, Thibaud Collin y Olivier Rey, el politólogo Pierre Manent, la periodista Marguerite A. Peeters, la físico-química Assuntina Morresi, la Secretaria de Estado para la familia y la juventud en representación del Gobierno de Hungría, el exministro y eurodiputado Jaime Mayor Oreja, presidente de la Federación “One of Us”, etc.
La identidad de esta plataforma hunde sus raíces en la federación europea del mismo nombre (“One of Us”), cuyo hecho más notorio en su momento fue la canalización de una iniciativa ciudadana europea contra la destrucción de embriones humanos, finalmente frustrada por una Comisión Europea en funciones. En la actualidad sus fines iniciales no solo perviven, sino que sirven de fundamento para la configuración de un auténtico think tank que conceda un especial protagonismo a los intelectuales europeos, como antecedentes necesarios en toda acción política posterior.
El objetivo de esta plataforma no deja de ser ambicioso: despertar la conciencia europea de ese letargo relativista en el que se ve inmersa y que ha traído como consecuencia la baja tasa de la natalidad, la crisis de la familia y el matrimonio, la negación de la propia identidad cultural de Europa; los ataques a la libertad de conciencia y expresión, así como la depreciación del concepto y el significado de la dignidad humana en el imaginario colectivo. Como sostenía Robert Spaemann, filósofo alemán recientemente fallecido y gran inspirador de los ideales que hace suya esta plataforma cultural: “la civilización moderna presenta una amenaza para la dignidad humana como hasta ahora nunca había existido”. Otras civilizaciones pudieron ignorar esa dignidad, pero la nuestra actual –que ha oído hablar de ella- quiere eliminarla.
La raíz de ese deseo se encuentra en la “cientifización” de la mente: consideramos que racional es lo científico, entendiendo por tal el modelo ahora vigente de ciencia. En su proverbial tendencia a considerar todo en términos de objeto observable y medible, el hombre ha dejado de sentirse el centro del mundo (lo que sucedía en la llamada concepción antropocéntrica, propia de la primera modernidad, orgullosa de la capacidad humana de poseer y dominar la naturaleza) para convertirse en observador y medidor de sí mismo como objeto natural de estudio. Además, nos medimos cuantitativamente, en números, como si eso nos enseñara de verdad algo acerca de nuestro ser. La inflación de medidas numéricas (en sí mismas, sin duda, de utilidad) es una auténtica patología de nuestro tiempo.
Al parecer, no sabemos quiénes somos –por eso nos estudiamos-, pero no estudiamos cuál es nuestra forma de ser en cuanto seres humanos –es decir, nuestra medida cualitativa formal- sino que solo investigamos aspectos parciales y cuantitativos de nuestro ser: de carácter médico, psicológico, sociales, etc. No nos conocemos de este modo a nosotros mismos. Sabemos, sin embargo, que nuestros descendientes serán antropomorfos, seres ya no generados sino producidos por nosotros en el laboratorio. No sabemos qué es ni quién es el hombre, pero lo vamos a producir.
Además, como se considera que el ser humano es un ejemplar más en la naturaleza –uno entre otros-, pero con la curiosa posibilidad de producir su existencia, resulta que no solo es el más digno de los que pueblan este mundo, sino que quizás es el más indigno.
Esta indignidad, hoy presentida por muchos, no es una metáfora. Los seres humanos actuamos como creemos ser, nuestra acción depende tanto de nuestro ser como de la representación que de nuestro ser nos hacemos, ya que siempre “somos más de lo que somos”, por más que esto último no se reflexione.
Si en el mundo no hay diferencias esenciales –pues se piensa que todos somos igualmente naturales– querer presentarse como superior es pura arrogancia. Pero el hombre –un ser más entre otros que pueblan el universo- no es entonces fiable, ya que, con su capacidad de producción, es una amenaza para los otros seres e incluso para su propia descendencia. Y un ser no fiable no es digno.
La misma característica que se consideraba decisiva para certificar la dignidad del hombre –su libertad racional- es ahora la que lo hace aparecer como indigno. El animal sigue su instinto, es predecible y cumple su papel en el universo. El hombre, por el contrario, sería un peligro para el Cosmos; así lo entiende la llamada Deep Ecology.

La superioridad de la dignidad

Dignidad es un concepto que tiene su historia, pero –en lo esencial y hasta tiempos recientes- ha connotado siempre y en sus dos acepciones básicas una idea de superioridad. Tanto si miramos a la propia cualidad de ser hombre, como a su vida en sociedad, dignidad comporta un toque superior frente a otros seres de este mundo, o frente a otras personas.
El concepto de superioridad –sospechoso en nuestra Europa que se manifiesta como naturalista y se autoproclama “democrática”- es paradójico. Implica, al mismo tiempo, carencia de subordinación y una ciertarelación. Pero, dado que en toda relación hay alguna “subordinación” mutua, como ya puso de manifiesto Hegel con su referencia a la relación amo-esclavo, en la que el amo necesita al esclavo incluso más que éste a él, la idea de superioridad pide ser examinada en todos sus matices, lo cual se puede hacer del mejor modo al examinarla en la práctica. El que, apoyado en los que le sirven, no alcanza una recta autonomía, es indigno. Y el que utiliza la relación para aprovecharse de los demás, tampoco. Por el contrario, es digno el que se vale por sí mismo –actuando con autonomía, conciencia y responsabilidad de sus actos- y a la vez sirve a los otros seres humanos y a toda la creación, cuidándola (y no jugando a ser Dios).

Dignidad y vulgaridad

Lo contrario de la dignidad es la indignidad, pero lo contradictorio –lo que no tiene nada que ver con ella- es la vulgaridad. Ya el mundo antiguo proporcionó dos definiciones de la persona vulgar sumamente precisas en su laconismo: vulgar, dice Cicerón, es quien no sabe captar la grandeza; vulgar, dice Séneca, es quien no sabe distinguir lo aparente de lo real, y sigue las apariencias.
Ambas definiciones tienen el mismo fondo, pues todo lo verdaderamente real posee grandeza, mientras que el mundo de las apariencias es el de la pequeñez de espíritu. Es paradójico, al menos así lo parece, que un sistema social como el presente, que nació con el deseo de acabar con la vulgaridad, la haya generado en gran medida. Vivimos en un mundo de apariencias en el que se rechaza toda auténtica grandeza de espíritu. Como sostiene Rafael Alvira, somos individualistas, buscamos continuamente seguridad, vivimos en la epidermis de la realidad y hemos dejado de agradecer.
El agradecido, por el contrario, es el que se da cuenta de todo el valor que tiene cada realidad por pequeña que sea. El agradecido es el pobre de espíritu, pues se da cuenta de que lo otro, o la otra persona, tienen algo para darme, algo que me falta. Por eso cabe afirmar que solo el noble agradece, tiene el alma grande y abierta.
La verdadera riqueza está en la capacidad de creación, en la vida. Es el ejercicio de esa capacidad lo que nos engrandece, lo que nos ennoblece.
Descubrir la fuerza de la realidad, de la vida, como don, es captar su dimensión amorosa: la realidad se me da. Y es ahí donde entrevemos la creación, pues el amor crea y solo él es creador. Solo los que aman de verdad las ciencias, las técnicas, las artes son creativos. Al que no le gustan, abandona o las cultiva mal. Aquel al que le gusta cree siempre no saber nada, siempre está empezando, su sabiduría brota de la conciencia de su indigencia.
Quizás nos sucede que, sin darnos cuenta, no nos atrevemos a ser lo que somos: seres que han de conquistar su autonomía en y a través del servicio, en especial, con los más vulnerables. Ser más dueños de nosotros mismos y servir mejor a la sociedad –también desde el punto de vista intelectual- son dos de los grandes retos que tenemos por delante.
A valorar en su justa medida estos grandes retos puede ayudar la puesta en acto del manifiesto sustentado por la plataforma cultural “One of us” el pasado 23 de febrero, que lleva por título “Por una Europa fiel a la dignidad humana”. No pretende convertirse en una agencia política sino en un vivero intelectual que frene esa profunda crisis moral por la que atraviesa Europa y que se concreta -a tenor del manifiesto presentado- en una profunda deslealtad hacia los cinco elementos constitutivos de su identidad: la triple herencia que ha recibido: la filosofía griega, el derecho romano y las religiones provenientes de la Biblia: el judaísmo y el cristianismo, así como las dos creaciones propias de Europa: la ciencia moderna y el reconocimiento de las libertades fundamentales.
La iniciativa ciudadana europea a favor del embrión humano tuvo el mérito de hacer visible la humanidad del recién nacido ante las instituciones de la Unión Europea. Ahora, el reto es volver a poner en el centro del debate público europeo los principios y valores que permitan proteger la vida humana en todas sus dimensiones. Para ese debate de ideas no se pretende volver a un escenario de premodernidad en el que la libertad, la razón y la ciencia ocupen un lugar residual. Más bien se busca que el despotismo, los desbordamientos irracionales del afecto y la ignorancia no asuman un indebido protagonismo en el espacio público. Si se logra este objetivo, el esfuerzo consiguiente habrá valido la pena

Ginés Marco Perles
Decano de la Facultad de Filosofía, Antropología y Trabajo Social
Universidad Católica de Valencia

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