viernes, 12 de febrero de 2010

Humanidades médicas - Azucena Couceiro Vidal - Proyecto de Ley andaluz ¿necesitamos leyes para una muerte digna? - JANO.es - ELSEVIER


Proyecto de Ley andaluz: ¿necesitamos leyes para una muerte digna?
Azucena Couceiro Vidal
Profesora de Bioética. Universidad Autónoma de Madrid. Madrid.
JANO.es
12 Febrero 2010



El mes de junio del año pasado, la Consejería de Salud de Andalucía colgó en su página web, a disposición de todos los ciudadanos, el texto del proyecto que se acababa de enviar al Parlamento andaluz para su debate y posterior aprobación legislativa. Denominado Proyecto de Ley de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte, trata de desarrollar derechos de los pacientes ya reconocidos en la Ley básica 41/2002, ciñéndose específicamente a aquellos que son de especial relevancia en el proceso de la muerte de las personas y a las situaciones clínicas y existenciales que el proceso conlleva.

Al tiempo que esta iniciativa legislativa se fue conociendo y mientras todavía se estaba trabajando en los primeros borradores de lo que sería el texto definitivo, se inició un debate entre los agentes sociales implicados sobre diversos aspectos, tanto de su contenido como de las actuaciones clínicas que desarrolla el articulado. Pero quizá la pregunta de fondo, la que da sentido al debate, es si realmente son necesarias leyes para una muerte digna en una sociedad como la nuestra y, por ende, si el marco legislativo que regula la relación clínica (Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica) no es más que suficiente para que los ciudadanos puedan, aquí y ahora, morir dignamente. Comencemos por un sencillo, pero necesario, análisis semántico. El concepto de dignidad pertenece al ámbito de la filosofía. Es la clave axiológica del antropocentrismo moderno, la ética en la que se sustentan las constituciones de las democracias liberales. Si bien su contenido ha ido variando a lo largo de la historia –político y social en Roma, como expresión del escalonamiento jerárquico de la sociedad; indicador del rango superior del hombre en el cosmos para el cristianismo; de la libertad y capacidad del hombre para convertirse en artífice de la propia vida en el Humanismo renacentista–, la defensa más potente de la noción de dignidad proviene de la Ilustración alemana. Con Kant, la dignidad sirve para caracterizar el valor interno de la persona humana, su capacidad autolegisladora, su autonomía moral y su carácter incondicionado: es el único ser que tiene valor y no precio. De este modo, la protección de la dignidad humana se convierte en un punto crucial, pero todavía le falta un segundo escalón: el tránsito desde el momento incondicionado hacia los contenidos concretos, aquellos que garantizan en cada situación la protección que demandamos para la persona humana.

Debate sobre la muerte digna

Aplicándolo al tema que nos ocupa, hablar de “muerte digna” nos obliga a precisar los contenidos que garantizan la protección de esa dignidad en el momento de la muerte. Éste es un debate social que se ha dado en los últimos años, no sólo en nuestro país, sino en el mundo entero. Existe ya un consenso ético y jurídico bastante consolidado en torno a algunos de los contenidos y derechos del ideal de buena muerte, como son: el derecho a recibir cuidados paliativos integrales y de calidad; no iniciar o retirar medidas de soporte vital cuando no tienen otro efecto que mantener artificialmente una vida meramente biológica, y el respeto a la autonomía de la voluntad de la persona en el proceso de su muerte, usando para ello los siguientes instrumentos: la información clínica, el consentimiento informado y la toma de decisiones en el paciente capaz, y el derecho a realizar (y a que sea respetada) la declaración de voluntad vital anticipada. Sobre todos ellos inciden los artículos de este proyecto de Ley. ¿Es necesario, por tanto, una ley que regule estos contenidos? Una de las voces del DRAE sobre de la palabra “necesidad” nos dice lo siguiente: “Que es menester indispensablemente, o hace falta para un fin”. ¿Es menester otra ley? ¿Hace falta para algún fin? ¿Cómo y por qué aparecieron en nuestro país los debates y las leyes reguladoras de la relación clínica y de los derechos de los pacientes? Tal vez un pequeño recorrido histórico nos ubique mejor a la hora de responder sobre la necesidad de una nueva ley. Los derechos de los pacientes fueron una realidad desconocida, tanto sociológica como jurídicamente, hasta la transición, momento en el que al cambio de régimen político le sucedió la plasmación de una ética cívica en una nueva Constitución. En la Carta Magna se recogen una serie de artículos que otorgan un marco legislativo lleno de posibilidades para hacer real el cambio en las relaciones humanas dentro la sociedad civil y, entre ellas, el incipiente cambio de la relación clínica. Respecto de esta última, surge en 1978 un Real Decreto sobre garantías de los usuarios del sistema sanitario, al que le sigue, en 1984, el Plan de Humanización del antiguo INSALUD, que si bien fue declarado nulo por defecto de forma, refleja ya una nueva realidad sociológica. Pero el punto de inflexión se sitúa en 1986, con la aprobación de la Ley General de Salud (LGS), que introduce en su artículo 10 la primera carta de derechos de los pacientes españoles.

El derecho a la información y a la toma de decisiones consecuente, el derecho al rechazo de tratamiento propuesto, o la obligación del clínico de obtener el consentimiento del paciente antes de cualquier intervención de tipo sanitario, rompieron los esquemas tradicionales sobre la relación clínica, y colocaron a los profesionales en una situación de gran desconcierto. Todos estos elementos eran ajenos a la tradición profesional, y por ello se percibían como una juridificación de la medicina que no quedaba más remedio que tolerar, pero que nada tenía que ver con lo que los profesionales entendían por una buena relación clínica y que, además, iba en detrimento de la misma.

La sociedad y los ciudadanos estaban cambiando, pero los clínicos seguían actuando al margen de estos profundos cambios sociológicos y mostrando una gran extrañeza ante la novedad de los “derechos de los pacientes”. El segundo punto de inflexión lo marca la Ley 21/2000 de Cataluña, que entró en vigor en enero de 2001, y que toma su referente legislativo en el Convenio para la protección de los Derechos Humanos y Dignidad del Ser Humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, ratificado por España en 2000.

Primeros cambios

Habían transcurrido 15 años desde la aprobación del artículo 10 de la LGS, tiempo más que suficiente para ver los problemas de la puesta en práctica de los derechos de los pacientes, y tiempo de cambio y maduración en la sociedad española, que exigía modificaciones en la relación clínica, cambios que en 1986 quizá no eran tanto una realidad sociológica generalizada como una apuesta legislativa pionera en nuestro país. La iniciativa legislativa catalana obligó al Estado a poner a punto una ley básica, la Ley 41/2002 sobre autonomía, derechos y obligaciones de los pacientes.

Ahora sí, la sociología y las leyes caminan algo más al unisono. La información, el consentimiento y la toma de decisiones son ampliamente desarrollados como instrumentos éticos y jurídicos ya indispensables en la relación clínica. Se ubica al paciente como centro de la misma, y se le empodera también a los efectos informativos al entender que él, y no la familia, es el titular de derechos, y que debe dirigir su proceso asistencial en deliberación con el clínico. El profesional no puede ni debe hacer uso de la información al margen del paciente, ni tampoco tomar decisiones sin contar con él. Surge la controversia frente a dos novedades: el derecho de acceso del paciente a su historia clínica, y el derecho a realizar la voluntad vital anticipada, es decir, a redactar un documento en el que haga constar sus deseos y preferencias de tratamiento para el caso eventual en el que no pueda decidir por sí mismo. La otra novedad es la incorporación de deberes profesionales que hagan efectivos estos derechos de los pacientes, entre ellos el deber de información y documentación clínica, y el respeto a las decisiones adoptadas libre y voluntariamente por el paciente. Todo ello consagra los derechos de autodeterminación decisoria y de autodeterminación informativa de los ciudadanos en el ámbito de la relación clínica, y cierra el ciclo de transición política, aplicado ahora a las relaciones privadas y no sólo al ámbito público. Se puede decir que estas leyes, entendidas desde el sustrato de valores y derechos que protegen, son la “gramática fundamental” que consolida una ética cívica, una ética de mínimos que nuestra sociedad considera exigible en las relaciones entre los profesionales de la salud y los ciudadanos. Por tanto, debemos buscar en ellas los contenidos y derechos del ideal de buena muerte, porque si estas leyes ya los contemplasen, el proyecto de Ley andaluz sería redundante. Las cuestiones relacionadas con el proceso de muerte han adquirido una gran importancia en nuestras sociedades. Suele decirse que contribuyen a ello tanto las posibilidades técnicas y avances de la medicina como la introducción del valor de la autonomía personal en la toma de decisiones en este espacio, antes gestionado de manera casi exclusiva por médicos y sacerdotes. La Ley 41/2002 sobre autonomía y derechos de los pacientes generó ese nuevo espacio para el paciente, determinando dos instrumentos para que se hiciera efectiva la autonomía: el primero, el derecho a la información clínica, al consentimiento informado y a la toma de decisiones, el segundo, el derecho a realizar la declaración de voluntad vital anticipada. Pero las decisiones sobre la vida y la aplicación, o no, de determinados tratamientos provocan situaciones cada vez más complejas. ¿Es lo mismo que un paciente con ELA avanzada rechace la ventilación mecánica, o que ese mismo paciente, ingresado de urgencia por una grave insuficiencia respiratoria, y al que se coloca dicha ventilación, diga, cuando recupere la conciencia, que se le retire? ¿Podemos respetar la decisión de un paciente con angustia refractaria, y un pronóstico de vida de 3 o 4 meses, que pide una sedación profunda? ¿Es una buena práctica clínica mantener las medidas de soporte vital cuando no tienen más efecto que mantener artificialmente la vida biológica, sin posibilidades reales de recuperación de la integridad funcional de la vida personal? Estas situaciones aparecen reseñadas en la exposición de motivos del proyecto de Ley, y son una de las razones por las que esta nueva ley adquiere su justificación. El rechazo del tratamiento es un presupuesto genérico, y la realidad clínica nos sitúa ante un abanico de posibilidades y situaciones en las que el clínico duda si corresponden, o no, a un rechazo de tratamiento. A ello hay que sumarle que en los últimos años han aparecido casos relacionados con la sedación paliativa, el rechazo de tratamiento y la limitación de medidas de soporte vital que han sido motivo de debate social y de gran preocupación para los clínicos.

El caso del Hospital de Leganés

Uno de ellos, la polémica generada sobre casos de sedación en el Hospital de Leganés (Madrid), produjo gran alarma social y temor entre los clínicos, con la consiguiente disminución del seguimiento de protocolos de sedación en los años sucesivos. Otro caso controvertido fue el de Inmaculada Echevarría, que presentaba una distrofia muscular progresiva dependiente de ventilación mecánica. En octubre del 2006 solicitó ser sedada y desconectada del ventilador, acogiéndose al derecho al rechazo de tratamiento que establece el artículo 2.4 de la Ley 41/2002. Como su petición fue pública, se abrió un intenso debate en todos los medios, y obligó a la Comunidad Autónoma de Andalucía, en la que se produjo el caso, a analizar tres cuestiones. La primera, si se podía aplicar la legislación vigente en un caso en el que el rechazo de tratamiento tenía como consecuencia inmediata la muerte de una paciente perfectamente capaz. La segunda, clarificar que el rechazo de tratamiento implica tanto la no admisión como la retirada del mismo. Y la tercera, derivada de las dos anteriores, que si ello era correcto éticamente y conforme a Derecho, no se estaba tratando el tema de la eutanasia. Si bien el Código Penal vigente en España no utiliza este término, el artículo 143.3 incluye tal posibilidad mediante un subtipo privilegiado –atenuación de la pena– para una forma de auxilio al suicidio. El debate, el análisis de las situaciones, y las deliberaciones de diversos comités, nos han llevado a precisar que la limitación de medidas de soporte vital, el rechazo de tratamiento –que comprende tanto la no admisión como la retirada del mismo– o la sedación paliativa son actuaciones que no deben ser cali- ficarse como actos de eutanasia. Estos casos han puesto de manifiesto la necesidad de clarificar conceptos. Si bien esta clarificación no disuelve los conflictos morales, como pensaban los analíticos del lenguaje, es el primer paso para afrontar luego la construcción de argumentos y la toma de decisión consecuente.

Clarificar conceptos, tipificar situaciones clínicas, y evitar la incertidumbre social y legislativa. Esto es lo que pretende el proyecto de Ley andaluz. Para ello desarrolla a lo largo de su articulado la conceptualización precisa de lo que es la sedación paliativa, el rechazo de tratamiento, y la limitación del esfuerzo terapéutico, y plantea estas situaciones en los tres escenarios paradigmáticos de la relación clínica: el del paciente capaz, el de las personas incapaces y el de los menores de edad. Éstos son los contenidos de “muerte digna” en los que existe un acuerdo social sobre su legitimidad, y también sobre su exigencia, de aquí que el proyecto los conceptúe como derechos de los pacientes. - Pero no basta con especifi- car derechos. Para asegurar que se cumplen de manera efectiva, el elenco de “derechos” de los pacientes se relaciona a lo largo de todo el texto con los “deberes” del personal sanitario que los atiende, y también con un conjunto de “obligaciones para las instituciones sanitarias” en las que se presta atención clínica en las fases finales de la vida de los ciudadanos. Por ejemplo, al derecho del paciente de rechazar la intervención propuesta por los profesionales aunque ello pueda poner en peligro su vida (art. 8.1) le corresponde el deber del profesional de someter la indicación clínica al consentimiento libre y voluntario del paciente (art. 18.1) y de respetar sus valores y preferencias en la toma de decisiones clínicas (art. 18.2). De igual manera, al derecho del paciente a formalizar su declaración de voluntad vital anticipada (art. 9.1) le corresponde la obligación de los profesionales de respetar los valores e instrucciones contenidas en esa declaración (art.19.3). Y así sucesivamente.

Tal vez una lectura rápida o demasiado simple del proyecto pueda concluir que, en la era de la autonomía, estamos, una vez más, ante una ley de corte “autonomista”. Pero no es así. El autonomismo significaría tomar como único criterio ético el valor de la autonomía, sin poner límites a su expresión, a la vez que se obligaría a los demás intervinientes de la relación a respetar, en todo momento y circunstancia, lo decidido por el paciente. El proyecto tiene otro objetivo, mucho más sensato: poner el marco para “el desarrollo de un respeto exquisito a la autonomía personal, a la libertad de cada uno para gestionar su propia biografía asumiendo las consecuencias de las decisiones que toma”. Desde este punto de partida, reconoce y expresa que la relación clínica es un proceso deliberativo, en el que el clínico es un elemento fundamental para que el paciente pueda ejercitar estos derechos. También señala circunstancias complejas, como puede ser la de la valoración de la incapacidad de hecho del paciente, para lo cual señala criterios mínimos de valoración que ayuden al profesional en esta tarea.

Cabe destacar el apartado dedicado a la adecuación del esfuerzo terapéutico, cuya base es un juicio clínico que no depende de la autonomía. Una buena práctica clínica conlleva limitar el esfuerzo terapéutico cuando la situación clínica lo aconseje. Dada su dificultad “dicha limitación requiere la opinión coincidente de, al menos, otros dos profesionales sanitarios de los que participan en la atención sanitaria del paciente” (art. 21.2). Vemos, por tanto, cómo uno de los contenidos de lo que consideramos “muerte digna” no hace referencia directamente al paciente, sino a la responsabilidad profesional del clínico. De aquí que se tipifique como un deber de los profesionales, que deben determinar el procedimiento de retirada o no instauración de dichas medidas de forma consensuada entre el equipo asistencial.

Volvamos ahora a la pregunta inicial: ¿es necesaria una nueva ley? La respuesta es: “depende”. Depende de lo que la sociedad y los clínicos demanden de las leyes. Si lo que esperan son respuestas específicas para cada uno de los casos conflictivos que puedan tener lugar, la respuesta es “no; no es necesaria una nueva ley. Pero ni ésta ni ninguna otra”. Las leyes enmarcan las situaciones, y señalan elementos para su valoración, pero la aplicación concreta de las mismas siempre es una tarea reflexiva del ciudadano o ciudadanos implicados. Ahora bien, si lo que esperamos es una cierta “seguridad jurídica” a la hora de tipificar las situaciones del final de la vida, a la hora de señalar esos contenidos de muerte digna y de ubicarlos en situaciones clínicas concretas, esta ley era necesaria. Lo era porque se ha generado después de la aparición de los conflictos, y no antes, expresando así la reflexión de la ciudadanía y de los profesionales implicados, y no un proyecto político de personas concretas o de partidos políticos, tan frecuente en la realidad sociológica de nuestro país. Lo era porque ayuda a clarificar conceptos genéricos de la Ley 41/2002, como el derecho al rechazo de tratamiento que, llevados a la realidad, tiene muchas más vertientes y matices de lo que parece. Lo era porque explicita de forma dinámica cómo debe llevarse a cabo el proceso de relación clínica en situaciones de terminalidad y/o enfermedades avanzadas. Y lo era porque, también desde el punto de vista procedimental, ha sido un modelo de deliberación social, convocando a todos los agentes sociales, institucionales y ciudadanos implicados –sociedades científico–médicas, organizaciones de consumidores y usuarios, etc.–, permitiendo sus alegaciones al texto propuesto inicialmente, e incorporando todas las sugerencias razonables y razonadas que fueron surgiendo en el proceso del diálogo.

El tiempo dirá si se cumplen, o no, los objetivos. El tiempo y esperemos que también su inminente aprobación legislativa por parte del Parlamento de Andalucía y por la Comisión de Sanidad de esa comunidad autónoma.

Si lo que esperamos es una cierta “seguridad jurídica” a la hora de tipificar las situaciones del final de la vida, a la hora de señalar esos contenidos de muerte digna y de ubicarlos en situaciones clínicas concretas, esta ley era necesaria.

Las leyes enmarcan las situaciones, y señalan elementos para su valoración, pero la aplicación concreta de las mismas siempre es tarea reflexiva del ciudadano o ciudadanos implicados.

BIBLIOGRAFÍA

Proyecto de Ley de Derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte. Puede consultarse en: http://www.juntadeandalucia.es/salud/principal/documentos. asp?pagina=muertedigna.

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