La polémica sobre la interrupción de tratamientos médicos agresivos
Poner fin al dolor... y a la vida
Néstor Tirri
Para LA NACION
Miércoles 26 de enero de 2011
Poner fin al dolor... y a la vida
HABIA un punto urticante en la reforma sanitaria de Barack Obama (aprobada en marzo pasado, revocada hace unos días en el Congreso y ahora remitida al Senado) que en algún momento iba a saltar. The New York Times levantó la perdiz: desde el 1º de enero de este año los pacientes estadounidenses podrían detentar el derecho de renunciar a terapias invasivas y a expresar su preferencia por tratamientos que conduzcan al fin de la existencia.
Consta en un reglamento incluido en el denominado Medicare, el programa federal de Seguro de Salud que da cobertura a ciudadanos mayores de 65 años. Los médicos darán información al Estado sobre las diversas opciones conducentes a interrumpir tratamientos agresivos; los pacientes podrán determinar hasta qué punto desean ser asistidos en caso de enfermedades que limiten su capacidad de comunicación.
La reacción fue inmediata. Los sectores conservadores interpretan la aplicación del "reglamento" contenido en la reforma sanitaria como una sutil luz verde a la eutanasia. En los sites afines a los republicanos se habla de "un gobierno orwelliano que miente y actúa en [estratos] secretos". No faltan las miradas desde el exterior, que ven no sin ironía la preocupación de una ciudadanía que a la hora de la cena prefiere una sitcom pícara a un noticiero que le cuente que podrá decidir el destino final de algún familiar enfermo. Y puede escaparse una sonrisa al pensar que la disimulada clausulita de la discutida reforma de Obama (a quien el inefable Berlusconi había descripto como "simpático, joven, buen mozo, bronceado") se ha convertido en una chispa que puede encender más de una mecha. Porque una cosa es que el permiso para interrumpir una existencia que sólo da disgustos ya se haya legalizado en países como Holanda y otra, bien distinta, es que se abra un camino conducente a esas mismas instancias jurídicas en la nación más poderosa del planeta, que, por lo demás, pauta criterios y conductas que se imponen como modelos en Occidente.
En diferentes latitudes la cuestión sacude, desde hace años, las conciencias. Dada la espinosa índole del asunto, cualquier legislación al respecto es opinable (y perfectible), sea desde lo filosófico cuanto de lo religioso. En los últimos años, y desde estas mismas columnas, hemos referido casos que ponían a foco el tema, y no deja de sorprender que ciertos hechos renueven el interés desde otros ángulos.
Hace poco asumimos la óptica socarronamente optimista del escritor napolitano Raffaele La Capria, cuando le salió al paso a Martin Amis, quien por entonces proclamaba su cóctel de Martini con estricnina, destinado a todo aquel mortal (aquí parece irónico el uso sustantivado de ese adjetivo) que hubiese traspasado el umbral de los 70 años. Antes habíamos abordado el lamentable accidente que dio lugar al recordado Mar adentro , film que en 2004 le valió a Javier Bardem el premio Goya por su composición del desdichado Ramón Sampedro, aquel tetrapléjico sin posibilidad de comunicación que, sin embargo, después de soportar 28 años de inmovilidad, en 1998 se las arregló para solicitarle a una asistente la ayuda final.
Por entonces, ya funcionaban instrumentos jurídicos para esas "asistencias" en Holanda, donde a los pacientes se los autoriza a redactar una "directiva sobre la eutanasia"; hace dos años, en Alemania se aprobó una ley sobre el "testamento biológico", respaldado por una declaración escrita del paciente. En Italia, en 2009, el sonado caso Englaro (el de la joven Eliana, quien permaneció en estado vegetativo durante 7 años, hasta que el padre, después de una feroz batalla legal, desactivó el respirador artificial) reabrió el debate en ese país sobre la urgencia de una ley.
Personalmente, siempre me he inclinado por las salidas "positivas" (adoptemos provisoriamente el calificativo) que exaltan la supervivencia biológica. Acude el saber de maestros que abrevaron en fuentes filosóficas de la India y las trajeron a nuestras aulas: el filósofo Vicente Fatone, primero, y el mendocino Vicente Cicchitti, después, nos transmitieron aquellos principios de preservación de todo organismo viviente; era frecuente ver en las calles de Benarès o Nueva Delhi -contaban- a personas que portaban barbijos para preservar la vida de los insectos (!), a los que involuntariamente el transeúnte podía tragarse?
Le anticipo, amable lector (abro el paraguas), que la intención es la de exhumar gestos pesados, recientes y añejos, así que disculpe el chubasco, si es que usted está leyendo esta nota mientras toma sol en la playa.
La revocación de la Reforma en la Cámara de representantes en Estados Unidos y la discusión sobre hasta dónde se puede incidir en la interrupción del sufrimiento, se verificó casi simultáneamente con la circulación en Europa del polémico "spot australiano", un brevísimo video gestado por la Exit International, la asociación del médico australiano Philip Nietschke. Apenas 45 segundos de film desencadenaron tormentas: un señor de mediana edad, sentado en una cama, mira desoladamente a la cámara y dice: "Elegí asistir a la universidad y estudiar Ingeniería; elegí casarme con Tina y criar hijos; he elegido qué autos conducir y la remera que uso. Lo que no elegí es convertirme en un enfermo terminal. Y, por cierto, no he elegido que mi familia tenga que vivir este infierno conmigo". La Australian Free TV lo censuró, pero el spot saltó a Europa y varias cadenas alcanzaron a difundirlo, con reacciones oficiales y de algunos sectores de espectadores.
Pero ocurrió algo que sacudió al mundo e hizo olvidar el controvertido spot : el 29 de noviembre pasado el cineasta italiano Mario Monicelli, "padre" de la commedia all'italiana , puso fin a su existencia en el pabellón de urología del hospital San Giovanni, de Roma. Una de las cosas que impactaron en este hecho fue que el regista era un campeón del humor y en el arte de no tomarse la realidad demasiado en serio, salvo cuando litigaba a brazo partido en el campo de las políticas culturales; otra, que había llegado a los 95 años en plena lucidez, que había trabajado hasta el final (en 2006 desafió el sol del desierto de Libia durante el rodaje del que fue su último film, La rosa del desierto ).
La decisión insólita del veterano realizador revivió un tópico áspero de la ficción del cine clásico: el que en 1954 había tratado El caso Maurizius , un film del francés Julien Duvivier -uno de los modelos de Ingmar Bergman-; narraba el inexplicable desenlace de la peripecia de un hombre que, recuperada la libertad después de 18 años de cárcel, lacerado en su integridad moral y sin gusto por la vida, decidía eliminarse. Fue un episodio de ficción al cual, en la realidad, años más tarde pareció imitar Primo Levi (1919-1987), escritor judío-italiano que superó las penurias de los campos de exterminio (narradas en sus memorias Si esto es un hombre ); Levi regresó a su hogar en Turín después de recorrer un penoso itinerario y, 40 años después de haberse liberado de las pesadillas de Auschwitz y de Monowitz, fue hallado muerto en las escalinatas de su casa, aparentemente a causa de suicidio: una desoladora llamada telefónica minutos antes del deceso al rabino Elio Toaff alimenta la hipótesis.
La sorpresiva resolución que tomó Monicelli en el hospital San Giovanni reavivó el recuerdo de Gilles Deleuze, uno de los más influyentes pensadores franceses del siglo XX, quien en noviembre de 1995 no soportó el agravamiento de su afección respiratoria y optó por una salida similar. Se exaltó que el intelectual hubiera acometido "su último acto de libertad posible", algo parecido a lo que sostuvieron, quince años después, colegas y discípulos de Monicelli, cuya decisión fue interpretada como una afirmación de coraje viril.
Deleuze tenía 70 años. Monicelli iba a cumplir 96, en mayo de este año, y ese dato sigue intrigando. Aguantó seis días la internación; sobrellevaba con plena consciencia un mal incurable pero no perdía el humor. Aquí hay que apuntar que fue uno de los grandes maestros de "lo macabro", un humor que él ejercitó en las bromas siniestras de las dos primeras ediciones de Amigos míos (1975 y 1982) y en esa desgarrante comedia negra que fue Un burgués pequeño, pequeño (1978). Quienes lo acompañaron en el funeral fueron consecuentes con su espíritu mordaz: doy fe de haber visto reír a su discípulo Paolo Virzì, en el cementerio, mientras lo despedía: "Vamos, Mario, ¿nos estás tirando otro de tus chistes macabros?"
Las polémicas jurídicas acerca de la "asistencia piadosa" conectan con esta variante de arrebatos de quienes no piden ayuda y ensayan por sí mismos un lapidario gesto final, "de libertad" o "de coraje viril", según se lo mire. Lo que desconcierta es que ocurra en ese estadio de una existencia felizmente ya consumada: ¿qué rara urgencia le brota a un mortal que superó todos los escollos de la vida y llegó gallardamente a los 95 años?
Se dice que en esas circunstancias se da un rapto de conciencia luminosa (y, al mismo tiempo, oscura) de que la vida se ha vaciado de contenido, en un mundo que se ha dejado de sentir como propio. En italiano existe el verbo smarrire , que denota la vivencia de ese vacío: no encontrar más algo que se poseía, que era propio.
En geriatría se habla de anhedonia, la incapacidad de experimentar alegría o placer frente a un suceso positivo. "Es esto lo que conduce al gesto extremo, pero también está presente la elección de quien no es más actor de su propia vida", deslizó el médico geriatra romano Carlo Vergani, interpretando los subrepticios fantasmas que trastocaron, en la última noche, el implacable humor de Monicelli. Ahí es donde a quienes hemos proclamado la supervivencia a ultranza se nos queman los papeles. Y estos argumentos están pesando en la consideración de leyes que estimulen la polémica "asistencia" en los recintos legislativos, sean los de Estados Unidos o los de cualquier otro país.
Amigo lector, sé que no le estoy proporcionando una lectura ideal para estos días de verano. No me lleve mucho el apunte, pero piénselo un poco. Después vaya al video más cercano y alquílese Cantando bajo la lluvia , de Stanley Donen, y siga las instrucciones que en estos casos suministra Woody Allen: disfrute de aquellas canciones y coreografías que interpretaba Gene Kelly y convénzase de que, sí, tiene sentido seguir apostando a la vida. © La Nacion
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miércoles, 26 de enero de 2011
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