lunes, 4 de marzo de 2013

Paisaje interior de un médico humanista - DiarioMedico.com

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entrevista con pedro sánchez garcía

Paisaje interior de un médico humanista

El académico repasa su trayectoria vital paralela a una labor en la investigación científica que ha contribuido a desarrollar la Farmacología Clínica en España.
Sonia Moreno. Madrid| soniamb@diariomedico.com   |  04/03/2013 00:00
Pedro Sánchez García

Pedro Sánchez García, catedrático de Farmacología en la Univesidad Autónoma de Madrid y jefe del servicio de Farmacología Clínica del Hospital La Paz, de Madrid. (Lenda)

PREGUNTA. En la Real Academia de Medicina ocupa el sillón número uno. ¿Ya era así de aplicado cuando iba al colegio?
RESPUESTA.
Sí, en el colegio era de los primeros (ríe). Estudié en el Instituto de Segunda Enseñanza, en Ávila, un centro público, donde tenía de compañero el expresidente Adolfo Suárez. Había profesores magníficos; algunos de ellos fueron críticos en mi vida y futuro, como Fulgencio Egea Abelenda, un filósofo que utilizaba el método aristotélico y nos daba clase paseando por el campo; Carlos Álvarez, que era el director, nos daba Física y me enseñó a pensar y el valor de la amistad. Tengo de ellos un recuerdo entrañable. También he de agradecer a mi padre todo lo que hizo por mi formación.
P. ¿Le animó él a estudiar Medicina?
R.
Mi padre era un campesino con una cabeza privilegida. Se hizo amigo de un letrado de mi pueblo, que es Umbrías-San Martín de Aravalle, en la sierra de Gredos, en Ávila, y mi madre me contaba que cuando yo aún no había nacido, a veces venían a comer a casa Miguel de Unamuno, Claudio Sánchez Albornoz, Francisco Méndez Aspe, Luis Jiménez Asúa... Contaba la anécdota de Unamuno que hablaba con la gente del campo y decía: "¡Hay que ver lo cultos que son estos ignorantes!".
  • "Tengo un recuerdo entrañable de mis maestros, en el Instituto de Segunda Enseñanza, en Ávila; ellos y también mi padre hicieron mucho por mi formación y marcaron mi vida"
P. Se comprende por ese ambiente que sus colaboradores destaquen su afición a la literatura.
R.
Se lo debo a mi padre, que nos dedicaba mucho tiempo a mis hermanos y a mí; nos hacía leer todo tipo de libros: los Episodios Nacionales, San Manuel Bueno, Mártir, Machado, Rubén Darío... Al empezar la guerra civil, mi pueblo peleó en el bando nacional. En un momento de la guerra, la guardia civil, creo recordar, mandó quemar una biblioteca municipal; por la noche, mi padre que era un gran amante de los libros se encontró unos cuantos tirados a los que no había llegado el fuego, entre ellos, una biografía de Charles Darwin. Debido a la guerra, hasta que fui al instituto en Ávila mi maestro era mi padre. Tenía la costumbre de darnos a cada uno de mis hermanos un libro y nos pedía que le escribiéramos un resumen.
A mí me tocó la vida de Darwin y me llamó la atención que al hijo de Darwin, Francis, le preguntaron cuál era la virtud que más estimaba en su padre y dijo que era una que no había visto en nadie y es que encontraba una gran diferencia entre el trabajo de diez minutos y el de un cuarto de hora. Mi padre y yo lo bautizamos como los "cinco minutos darwinianos".
Todos los días tenía que escribir cinco minutos sobre algo. Esos "cinco minutos darwinianos" me han acompañado desde entonces toda mi vida. ¡Tengo en casa una Espasa Calpe con ellos!
  • "La costumbre de escribir cinco minutos al día, lo que mi padre y yo llamábamos los 'cinco minutos darwinianos', me ha acompañado a lo largo de mi vida. ¡Tengo una 'Espasa Calpe' de escritos!"
P. ¿Qué dirían esos escritos de su vocación por la Medicina?
R.
Seguramente mucho, porque de niño era un mundo que me fascinaba. Mi hermano Manuel había empezado a estudiar Medicina; era el mayor, el más alto y guapo, y no sé si el más listo de la familia. Sí era el más fuerte de todos, aunque por desgracia falleció repentinamente de Parkinson. Yo veía con asombro los objetos que llevaba en su maletín y escuchaba admirado las cosas que me contaba de la vida en el hospital. Tenía claro que también quería ser médico.
P. ¿La universidad cumplió con sus expectativas?
R.
Fue una época muy dura. Estudié en el Hospital San Carlos, en la Universidad Complutense. Vivía en Lavapiés. A pesar del esfuerzo, yo estaba cumpliendo un sueño: un chico de pueblo que llega a Madrid y puede estudiar y conocer a aquellos profesores de entonces: sólo oír sus nombres infundía e infunde respeto.
P. Era la época en que a los grandes médicos se les conocía por el nombre de pila, don Gregorio, don Carlos, don Santiago... ¿Tiempos mejores?
R.
Yo no digo que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino distinto. Desde que comencé en mi tierra a los siete años recogiendo espigas, he mejorado en mi vida. He ido logrando cosas que jamás pensé en alcanzar.
P. ¿Recuerda cuál fue su primer gran logro?
R.
En tercero de carrera: obtuve el Premio Benito Hernando. Por entonces, conocí a mi maestro, don Benigno Lorenzo Velázquez, cuyo trabajo como investigador en Farmacología y Terapéutica me impresionó mucho. Tenía un talante, un talento y una autoridad increíbles. El premio incluía 500 pesetas, con las que le hice un regalo a mi madre y me compré un reloj; con lo que sobró adquirí una cámara, y me acostumbré a llevar siempre en mis viajes una, así como unos prismáticos; tengo miles de fotografías.
Además, el premio me proporcionó un apartamento compartido con otro compañero. Vivíamos en la parte más baja de la facultad, en un sótano, y recuerdo que los domingos abríamos las ventanas y la gente nos miraba desde arriba un poco perplejos.
P. Eso sí que era dedicación exclusiva. ¿Por qué se decantó por la Farmacología?
R.
También hice la especialidad en Otorrinolaringología, pero siempre me atrajo más la Farmacología, la investigación. La verdad es que estudiábamos y trabajábamos mucho, pero también nos divertíamos, no crea; a veces organizábamos guateques e íbamos a los colegios mayores a ver películas, a fiestas.
P. Una vez terminada la carrera, consiguió una beca en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
R.
Tuve la suerte de obtener esa beca del Consejo que me permitió ampliar los estudios en la Universidad de Pavía, en Italia. Fui al Instituto Camillo Golgi. Retrospectivamente, veo que esa estancia fue muy importante para mí, no tanto desde el punto de vista científico, sino humano.
P. ¿En qué sentido?
R.
Era la primera vez que salía al extranjero y encontraba un mundo muy diferente de la España de aquella época. Allí tuve la ocasión de conocer a personas de inmensa categoría, como Pablo VI, que era entonces monseñor Montini, arzobispo de Milán. Yo era el decano de los estudiantes extranjeros y en una comida estuve sentado con él. Recuerdo que me pareció muy seco. Me dijo que le gustaba mucho España, pero que le disgustaba el régimen político que teníamos; acababan de fusilar a unos presos políticos. Al otro lado, estaba el escritor y sacerdote Cesare Angelini. También conocí al montañero Achille Compagnoni, que escaló el K2.
P. Le cogió gusto a los viajes, porque después se fue a Francia.
R.
Salió una de las primeras becas de la Fundación Juan March y me fui con ella a París. Era finales de la década de 1950. Conocí a artistas y a pensadores españoles que vivían entonces la bohemia parisina. Allí trabajé con René Hazard; sus investigaciones me abrieron mucho los ojos.
P. ¿En qué trabajaba?
R.
Estudiaba sobre todo el sistema nervioso, los problemas de comunicación intercelular, pero a nivel superficial, con los medios que había. Al poco de regresar a Madrid, llegaron de la Fundación Rockefeller buscando a un especialista para montar un departamento de Farmacología en El Salvador; era una fórmula que usaban los estadounidenses para afianzar lazos académicos y culturales con otros países americanos. El doctor Rafael Méndez, muy amigo de don Benigno, les habló de mí y así me llegó la propuesta. Dudé mucho si marcharme o no, pero me puse en contacto con la gente que trabajaba en la Universidad de San Salvador y encontré que había una facultad modélica, incluso mejor dotada que la de aquí.
P. ¿Cómo fue su experiencia en el otro continente?
R.
La universidad tenía un gran nivel y los alumnos eran muy buenos. De hecho, uno de ellos fue Salvador Moncada. Es hondureño, pero su familia se estableció en San Salvador.
P. ¿Ya prometía?
R.
Era un fenómeno, como alumno y como persona. Tengo recuerdos muy gratos de esos años allí y hemos mantenido el contacto.
P. ¿El alto nivel de la universidad salvadoreña contrastaba con el asistencial?
R.
En realidad, el país era una oligarquía, estaba en manos de doce familias. A pesar de que la facultad era modélica, yo presumía que la situación social se hacía insostenible. Me acababa de casar y no me veía formando allí una familia, así que solicité una beca en Estados Unidos y recalé en el departamento del premio Nobel Robert Furchgott, en la Universidad del Estado de Nueva York. Furchgott era un hombre muy serio y tranquilo, un fumador de pipa. También un científico muy meticuloso con lo que escribía. Cuando se reunía conmigo me preguntaba qué resultados estaba llevando y yo se los contaba. "Están bien, debería repetirlos una vez más para asegurarse", me decía. "Los he repetido. Estoy seguro", le decía yo. "Bueno, haga lo que quiera", me contestaba, y cuando nos despedíamos, dejaba caer, como sin querer: "De todas formas, le agradecería que repitiera el experimento". Y yo, claro, lo repetía.
P. Tras su estancia en Nueva York, regresó a España, primero a la Complutense. ¿Tenía ganas de volver?
R.
A mí me ha gustado viajar, ver mundo y conocer gente. Dos de mis tres hijos nacieron en Estados Unidos y vivimos momentos muy bonitos allí. Siempre he sido muy inquieto, me presentaba a oposiciones y becas. Recuerdo que saqué la de médico de Casa de Socorro de El Pardo, el número uno, aunque en ese momento estaba en Estados Unidos.
P. ¿Cómo encontró la Farmacología española a su vuelta?
R.
Como todo en aquella época, estaba aún cruda; lo más evolucionado, gracias a labor de Alberto Sols, había sido la Bioquímica; él impuso a sus colaboradores que publicaran únicamente en inglés y de esa forma, evitó que se formaran capillas y capillitas en torno a publicaciones autóctonas y obligó a hacer una "ciencia exportable", lo que se tradujo en un importante impulso a esta rama científica. Cuando llegué a la Complutense formé un pequeño grupo de jóvenes médicos, que ahora son grandes farmacólogos: Antonio García, Alfonso Velasco, Rafael Martínez Sierra. Empezamos a publicar, siguiendo la línea de los problemas de comunicación interneuronales y efectos de fármacos en el sistema nervioso y en el aparato cardiovascular. En 1969, obtuve la plaza de profesor agregado en la Universidad Autónoma de Madrid, que acababa de crearse. Al poco, gané la cátedra en la Universidad de Murcia y luego me trasladé a la de Valladolid; finalmente, en 1975, regresé de nuevo a la Autónoma.
P. Ya como director del Departamento de Farmacología y Terapéutica Clínica.
R.
Sí, comencé solo con Antonio [el profesor García García] y ahora es uno de los departamentos más importantes en España. En eso se ha notado el buen hacer de Antonio, que además de tener una cabeza privilegiada es muy trabajador y un científico reconocido internacionalmente. Hemos trabajado juntos muchos años y ahora somos grandes amigos. Los inicios fueron muy duros, aunque contamos con el apoyo del rector y de José Mª Segovia de Arana.
P. ¿Entendieron bien su especialidad?
R.
En realidad, la Farmacología clínica nació en España en este sillón, porque un día me llamaron del Ministerio de Sanidad José Ortiz Berrocal y Vicente Rojo, que estaban haciendo un informe sobre especialidades médicas -sería 1978- y yo les aconsejé incluirla, como la especialidad médica que es. Al ser reciente, tuvimos que trabajar poco a poco en la Autónoma y yo también en el Servicio en el Hospital La Paz; como dice Machado, haciendo camino al andar se fue consolidando y aquí seguimos.
P. Aquí sigue. Pertenece a una casta de profesionales que no se jubila.
R.
Es que si dejara de trabajar creo que me moriría. Y eso que mi padre solía decir: "Recuerda que los cementerios están llenos de personas insustituibles", y siempre he pensado que es importante dejar camino a los demás. Por mi parte, yo sigo trabajando en este despacho y en la Academia, donde ahora tenemos mucha actividad. También sigo escribiendo y leyendo. Me da vida ir a mi pueblo siempre que puedo, volver al campo y a los lugares de mi infancia, y recordar los poemas que me hacía aprender mi padre, como aquel Motivos del lobo, de Darío: Déjame en el monte, déjame en el risco, déjame existir en mi libertad.

'Siempre la claridad viene del cielo'

Antes de que Claudio Rodríguez contara que la claridad viene del cielo, don Eloy, padre del entonces niño Pedro Sánchez, ilustraba así la diferencia entre luz y claridad: aquélla puede encenderse como una bombilla, mientras que ésta es un don que otorga la naturaleza. Muchos años después, aquel niño ya convertido en real académico de Medicina relataría la anécdota en una de las sesiones de la calle Arrieta, y sería felicitado por el pintor Antonio López: "Más que a usted, felicito a su padre", recuerda don Pedro que le dijo el de Tomelloso. Caprichos literarios, esos versos que abren Don de la ebriedad son recitados por todo un abstemio, pues don Pedro confiesa haber heredado de su madre, además de una salud de hierro y el buen humor, un polimorfismo genético que le impide metabolizar el alcohol, por lo que en las fiestas ha gozado siempre del privilegio de la lucidez rodeada del achispamiento; "y de esta forma, me he enterado sin preguntar de muchas cosas", ríe. Así discurre la conversación con el profesor Sánchez, trufada de nombres tanto de colegas como de artistas, de ciudades evocadoras, de menciones cariñosas para su familia y de poesía.

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