El privilegio de un derecho
Tienes que agradecer algo tan elemental como tener un trabajo. El deber y el derecho se convierten en privilegio
Mientras asistimos impotentes al progresivo desmantelamiento del Estado de bienestar en Cataluña (amigos médicos, por ejemplo, me aseguran que la sanidad pública nunca más volverá a ser como la conocimos hasta no hace mucho), comienza uno a experimentar extrañas sensaciones. De esas que te violentan el día. Trataré de explicarme. Hasta no hace mucho, si alguien me preguntaba cómo iban mis cosas, solía contestar: “Pues no me puedo quejar, con los tiempos que corren me podría ir todo peor”. Y así zanjaba la curiosidad no menos retórica y parca del eventual interlocutor. Si respondía así era porque en verdad lo creía. Procuro que las cosas no me vayan ni demasiado bien ni demasiado mal. Me contento con cierta rutinaria comodidad doméstica. Y como no podía ser menos, también con cierta rutina laboral, con los contratiempos de rigor y sin abusar demasiado de las buenas noticias con que la providencia te suele premiar. Como soy de natural desconfiado conmigo mismo, siempre prefiero instalarme en la incertidumbre antes que en una solidez existencial y pecuniaria que nunca acabo de creerme del todo. Así que yo me creo que todo me podría ir peor. Sobre todo en los tiempos que corren.
Claro que una cosa es decir que la vida no te va tan mal del todo y otra muy distinta es tener que pensarte dos veces lo que vas a responder. Ahora, con más de cinco millones largos de parados y con una crisis de crecimiento que nadie tiene las más remota ganas, excepto los epígonos de Keynes, de combatir, cómo vas a ir por el mundo declamando que todo te podría ir peor, cuando, mires por donde mires, no faltan a quienes las cosas no es que les podrían ir peor: es que peor no les pueden ir. Lo que quiero decir es que comienza a darme un poco de vergüenza decir que tengo trabajo (bueno, un trabajo que te permite comer, ir al cine de vez en cuando, comprarte un CD, invitar a un amigo o amiga a una merienda correctita, nada del otro mundo). Que me cuesta mucho decir que el sábado fui a comer con mi mujer un menú de 15 euros. Un día vas a la Fundación La Caixa a ver la exposición (gratuita) de los impresionistas y te encuentras con unos amigos que hace mucho que no veías y te cuentan que su hijo de 32 años ha regresado a casa porque lo acaban de despedir de su trabajo. Y uno que a veces no controla al milímetro todas las circunstancias de la vida cotidiana, que va lento de desciframiento psicológico instantáneo según te van pasando los años, no atina a otra cosa que a transmitirles que ha hecho una reserva en el restaurante de la misma fundación y que si quieren acompañarte para comer (el menú de 15 euros) y ellos que te contestan que otro día, que hoy comen en casa. Estos mismos amigos, como son educados, te preguntan cómo te van las cosas y solo tienes ganas de contestarles que todo te va fatal. Incluso en un ataque de solidaridad, hasta tienes ganas de decirles que a tu hijo también lo han despedido de su empleo, que no es verdad, claro. Entonces enfilas el restaurante y comienzas a odiarte por formar parte de una clase tan privilegiada. El perverso privilegio de tener (como se dice ahora) un puto trabajo.
Al elegante Camps lo libran de una merecidísima condena o al juez Garzón lo juzgan por investigar las escabechinas posguerreras del franquismo
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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