miércoles, 15 de junio de 2011

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TRIBUNA: Buen gobierno sanitario en tiempos de crisis económica y social

Luis Ángel Oteo, jefe del Departamento de Desarrollo Directivo y GSS. Escuela Nacional de Sanidad. Instituto de Salud Carlos III. Ministerio de Ciencia e Innovación

El presente artículo recoge algunos aspectos relevantes e interdependientes centrados en la gobernanza y sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud (SNS) en una sociedad en transformación, y que forman parte del Informe del Consejo Económico y Social de España sobre el Desarrollo Autonómico, Competitividad y Cohesión Social en el Sistema Sanitario, así como de la conferencia presentada en esta institución el pasado 11 de marzo, con el título “Buen Gobierno para la Sostenibilidad del Sistema Sanitario Español”


Contextualización de nuestra realidad sanitaria

Sabemos que la profundidad de la crisis económica y fiscal actual está obligando inexorablemente a que todos los países occidentales con arquitecturas sociales avanzadas estén planteando políticas de contención del gasto sanitario para garantizar la sostenibilidad y cohesión de sus propios sistemas, así como un mejor equilibrio en el binomio eficiencia-equidad, lo cual exige desde la ética pública una gestión apropiada de los procesos de asignación y uso de los recursos disponibles, así como un mayor grado de corresponsabilidad de todos los agentes económicos y sociales del sector.

Conviene recordar que desde que la Ley General de Sanidad (LGS) de 1986 creó el SNS siempre ha sorprendiendo la persistente baja prioridad política de este sector estratégico de la economía productiva y social de nuestro país; únicamente, cuando el sistema sanitario público descarrilaba en sus parámetros financieros pasaba a la planta principal del debate político y público.

Hoy nuevamente todos los agentes del sector tienen una clara conciencia de crisis financiera severa en el SNS. La percepción de los stakeholders económicos, sociales y profesionales de que nos encontramos ante un “final de ciclo” en nuestro SNS, es cada vez más evidente. Además, los problemas de solvencia de la economía española y el implacable cumplimiento del programa de consolidación fiscal son factores claramente adversos para conseguir un nuevo reequilibrio en las cuentas del presupuesto sanitario público, es decir, un nuevo rescate. El último, se fraguó en 2005, en la Segunda Conferencia de Presidentes.

Todos estamos ética y socialmente obligados en este “momento de la verdad” a poner encima del tapete sanitario nuestra contribución a la sostenibilidad del SNS, desde principios de buen gobierno y de responsabilidad social.

Sin embargo sabemos que el “genoma” de los agentes sanitarios ha sido y es poco sensible a los programas de contención, estabilidad y ajuste. Tampoco la sociedad civil ha venido acompañando desde su co-responsabilidad a modular la cultura de demanda ilimitada y de baja racionalidad en el uso de los recursos públicos.

Es muy posible que a partir de las próximas elecciones autonómicas y municipales de mayo, ahora es “tiempo de meditación”, los nuevos gobiernos constituidos tendrán que aflorar los desequilibrios financieros para enfrentar la crisis de deuda sanitaria. Tiempos difíciles, inevitables sacrificios y marcado realismo cuando miramos de frente nuestro futuro, porque creemos que el viento “sopla de cara” y ya no sirven los discursos políticos complacientes o enigmáticos a los que estábamos acostumbrados.

Como todas las alarmas han saltado, se constata un cambio drástico en la lógica política y social de las CC.AA.: Las autoridades sanitarias regionales reclaman un mayor liderazgo institucional y político al Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad para afrontar la crisis económica y emprender las reformas necesarias ante el riesgo evidente de estrangulamiento financiero en el SNS. La cultura política tentativa de que “cada palo aguante su vela” no parece que sea la forma más inteligente y solidaria para enfrentar los problemas de suficiencia y sostenibilidad; por ello, desde diferentes ámbitos políticos, sociales y profesionales se reclama una mayor coordinación multinivel, rectoría política, cooperación leal entre las instituciones y gobernanza compartida.


Coyuntura y prospectiva económica en España

Ciertamente España se enfrenta a un escenario inquietante porque está lejos de la recuperación. Somos el único país de la OCDE con dos años consecutivos de crecimiento negativo de la economía.

Hemos cerrado el año 2010 con un crecimiento negativo del PIB del 0,1 por ciento, siendo mejor de lo previsto ya que en su comienzo la mayoría de analistas y paneles de expertos pronosticaban una caída media anual del 0,5 por ciento, siendo la crisis económica más dura desde la transición democrática.

La hipótesis más realista para el 2011 pronostica un avance del PIB del 0,7 por ciento o 0,8 por ciento. Por tanto, este 2011 será muy similar a 2010: Crecimiento lento, desempleo alto y persistente, y mucha incertidumbre. La única diferencia reseñable será la posible influencia de las tensiones inflacionistas, y no es del todo descartable (si bien es improbable), un período penoso para nuestra economía de estanflación.

Será bueno que vayamos tomando clara conciencia de que nos vamos a enfrentar a un largo ciclo de pesadillas en la presente década; sin excepción alguna, todas las instituciones multilaterales, organismos nacionales e internacionales, agencias de calificación, think-tank y analistas expertos en coyuntura y prospectiva económica, contemplan un escenario de austeridad muy exigente para el país y en particular para nuestro sector, con el objetivo de corregir desequilibrios en la economía, mejorar la competitividad, diversificar nuestro patrón productivo en clave de innovación y seguir profundizando en las reformas pendientes; ello nos llevará a medidas de ajuste y sacrificios de todo tipo.

Desde mayo de 2010 el Gobierno de España ha dado un “giro copernicano” a su política económica, financiera, fiscal y laboral. A este respecto, la evaluación de las cuentas públicas en 2010 ha puesto de manifiesto que el Estado Central incurrió en un déficit de 5,0 por ciento del PIB, en lugar del 5,9 por ciento previsto, es decir se generó un inesperado colchón de 9.000 m € como consecuencia del significativo crecimiento de los ingresos en las cuentas del Estado, y de la reducción del gasto en torno al 6 por ciento. En las CC.AA. el déficit agregado fue del 3,4 por ciento PIB frente a una previsión del 2,4 por ciento PIB, con un grado de cumplimiento muy desigual entre ellas. Los ayuntamientos cerraron el ejercicio con un déficit del 0,6 por ciento PIB; y la Seguridad Social con un desequilibrio en sus cuentas del 0,24 por ciento; por tanto, el déficit total de las administraciones públicas se cerró en un 9,24 por ciento del PIB, cumpliendo estrictamente las previsiones del Gobierno (déficit estimado del 9,3 por ciento PIB).

Para 2011, el Gobierno de España ha comprometido ante Bruselas un déficit público en el conjunto de las administraciones públicas del 6 por ciento del PIB, razón por la que el límite de déficit autorizado por el Ministerio de Economía y Hacienda a las CC.AA. para 2011 es del 1,31 por ciento PIB, que deberá sostenerse en 2012, para concluir en 2013 en el 1,1 por ciento del PIB. Por tanto, es esperable un ciclo muy exigente en el ejercicio de la responsabilidad pública.

Por más, la deuda viva de las CC.AA. representa el 11 por ciento PIB y su crecimiento en el 2010 ha sido del 32 por ciento respecto a 2009, mientras que en la Administración central el crecimiento fue del 15 por ciento. Esta vulnerabilidad en la estructura de la financiación autonómica ejerce una presión en las funciones de gasto social más relevantes, como la Sanidad.

La perspectiva fiscal en España exige transformar el déficit en un superávit primario si queremos estabilizar la ratio de deuda pública en por ciento del PIB a niveles de 2007. Este ajuste en el saldo fiscal es extremadamente difícil por el importante componente estructural del déficit y el crecimiento anémico de la economía.

No debemos olvidar que los tres componentes esenciales de la crisis (derrumbe del sector inmobiliario, contratación del crédito y crisis fiscal) están íntimamente ligados e interaccionan entre sí, dificultando el retorno a un crecimiento sostenido. Sin duda estamos en una encrucijada para salir del ciclo de convalecencia recesiva que nos ha legado la crisis financiera y económica.


El sector económico y las incertidumbres en la sostenibilidad financiera del sistema sanitario

La industria de la salud forma parte esencial de la economía productiva y social de los países avanzados, y genera de forma continuada riqueza, prosperidad y empleabilidad cualificada. Su alta interdependencia con otros mercados estratégicos y globales, convierten a su cadena de diseño y de valor en un cluster de innovación disruptiva de primer orden.

El sector sanitario en el contexto de internalización de la economía, la ciencia y la tecnología, es parte determinante en la posición competitiva de nuestro país y pilar de un nuevo modelo de crecimiento y desarrollo social. Por ello la importancia estratégica para el sistema de salud español -en el ámbito de la Unión Europea (UE)- de fortalecer el propio marco de innovación como elemento impulsivo del crecimiento económico 2,3,4.

Desde el año 2002, la Sanidad dejó de ser un elemento diferenciado en la financiación de las CC.AA., lo que ampliaba el margen de maniobra de los gobiernos autonómicos en el diseño de prioridades de sus políticas de gasto, puesto que si bien se establecía un mínimo de recursos que debía destinarse obligatoriamente a financiar el gasto sanitario, no se fijaban obviamente límites máximos. Este mayor margen para distribuir el presupuesto entre unas y otras políticas públicas ha sido utilizado de forma dispar por las distintas comunidades, pero en ningún caso ha servido para mitigar las reclamaciones de más recursos para la Sanidad al Gobierno central5.

Hubiera sido deseable avanzar hacia una financiación condicionada o finalista e imponer controles ex-post, que supondrían una garantía de responsabilidad para las administraciones afectadas y permitirían mejorar los mecanismos de rendición de cuentas ante los ciudadanos. El recién estrenado modelo de financiación autonómica, si bien perfecciona los criterios de asignación y ajuste poblacional, no parece que vaya a alterar gran cosa las reglas del juego. Algunos cambios introducen, en realidad, más riesgos e incertidumbres de cara al futuro, como la desaparición de la garantía sanitaria o la del mínimo obligatorio que debía destinarse a financiar la Sanidad.

Algunos seguimos creyendo que la crisis de financiación a la que se alude de forma insistente para justificar las insuficiencias de nuestros servicios sanitarios, no es más que la manifestación externa de problemas más profundos que afectan a la racionalidad y gobernabilidad del propio sistema, y como consecuencia a su sostenibilidad presente y futura.

Estos problemas se acrecientan en la actual coyuntura de estancamiento económico, ante la debilidad persistente en la gobernanza política y corporativa, en la arquitectura institucional y en los mecanismos de cohesión social del conjunto del SNS.

Es bien cierto que persiste en la cultura agencial del sector sanitario público que el SNS está infra-financiado en relación a los países más avanzados de nuestro entorno; en análisis comparados, la realidad es que cada vez podemos sostener más débilmente esta afirmación. Simplemente recordar con la información económica disponible y consolidada, que el gasto sanitario público agregado en España representa el 6,5 por ciento del PIB, valor similar al conjunto de países de la OCDE y ligeramente inferior a los países de la UE con servicios nacionales de salud (7 por ciento PIB). Ciertamente este diferencial es mayor cuando nos comparamos con el conjunto de países de la Eurozona cuyo gasto sanitario público promedio es del 7,4 por ciento PIB.

Los análisis del gasto sanitario del pasado ejercicio 2010 y las estimaciones para el actual 2011 nos indican que el SNS presenta un grave desajuste presupuestario, con un déficit y una deuda viva verdaderamente preocupantes en el conjunto del sistema. Una parte relevante de este desequilibrio financiero es estructural, según lo vienen señalando el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros organismos internacionales, lo que significa que una vez que afloren las obligaciones de gasto (la deuda), nuestra participación en el conjunto de la economía será prácticamente similar al promedio de los países de la UE con servicios nacionales de salud, es decir el 7 por ciento del PIB.

En todo caso, conviene también recordar que en los últimos veinte años el porcentaje de gasto sanitario público sobre el gasto sanitario total no ha hecho sino decrecer (del 85 por ciento de 1982 a menos del 70 por ciento en que se estima actualmente). Es decir, que no ha existido un crecimiento suficiente y sostenido dirigido a situar la financiación del SNS en los anhelados valores promedio del conjunto de los países de la UE. También es cierto que el gasto público para el conjunto de las prestaciones sociales en nuestro país sigue anclado en el 20 por ciento del PIB (la media de la eurozona es del 27 por ciento/PIB).

La prestación sanitaria representa el programa social con mayor volumen de gasto en las CC.AA. (en torno al 35 por ciento de promedio en el conjunto de los presupuestos autonómicos) y viene siendo la función con mayor implicación en los potenciales desequilibrios de las finanzas públicas regionales, dado el actual comportamiento de los propulsores del gasto sanitario y el difícil control de determinadas funciones esenciales del sistema.

Es evidente que la situación de grave apalancamiento financiero en el sector sanitario público no es razonablemente sostenible en el actual escenario de estancamiento económico y de cumplimiento estricto del programa de estabilidad. Cuando algunas CC.AA. superaron el 10 por ciento de déficit en su presupuesto sanitario del pasado ejercicio 2010, no es muy realista pensar que sin un techo de gasto comprometido podamos contribuir efectivamente al exigente cumplimiento de los objetivos del programa de consolidación fiscal.

Los compromisos de gasto a corto, medio y largo plazo serán difícilmente sostenibles sin reformas estructurales en las funciones y actividades principales de la cadena de valor del sector.

Porque sabemos que la realidad de nuestra coyuntura económica actual y la crisis fiscal primaria acompañante, no van a permitir crecimientos significativos en el gasto sanitario público, y más bien deberemos pensar en cómo llevar a cabo nuestras propias políticas internas pro-eficiencia para mejorar la productividad social en las instituciones sanitarias, porque no es esperable un crecimiento vigoroso de la economía, ni consiguientemente una mejora significativa en los ingresos fiscales.

El ajuste del presupuesto sanitario agregado de las CC.AA. para 2011 recorta el gasto en un 4,5 por ciento respecto a 2010, pero no será suficiente. Además, las diferencias en el gasto sanitario/per cápita entre CC.AA. siguen siendo muy notables. El actual escenario de contención y ajuste imposibilita una convergencia territorial en el gasto sanitario público, máxime cuando paradójicamente algunas de las CC.AA., precisamente las que asignan menores recursos sanitarios (per/cápita), son las más endeudadas.

En nuestra particular travesía del desierto, las ineficiencias asignativas en la gestión y en el control del gasto sanitario, no debieran cargarse como peso del ajuste a las rentas de trabajo, pegando un “nuevo tajo” o deflación a la masa salarial, sencillamente porque esta medida no mejora la eficiencia social y además no es justa, y como muestra un botón: En el ejercicio de 1985 (todavía no se había creado el SNS) el gasto de personal representaba el 57 por ciento del presupuesto del Insalud; hoy la retribución de este factor trabajo en el conjunto del SNS supera ligeramente el 44 por ciento del presupuesto sanitario público agregado de las CC.AA. Todos sabemos, porque está bien contrastado y evaluado, que los salarios del personal sanitario en el sector público, en términos comparados e indiciados en paridad de poder de compra (ppc), siguen siendo de los más bajos de la UE-15.

Ante la situación de estrangulamiento financiero que vive el sistema, y la crisis de deuda sanitaria, ha surgido nuevamente con fuerza en el debate académico, político y social la fórmula del copago como panacea para aliviar el creciente e insostenible gasto sanitario6.

Quienes se posicionan legítimamente en su defensa manifiestan que el futuro sanitario estará marcado por un incremento del copago por categorías sociales y gravedad del problema de salud, con el fin de romper la enorme inercia del gasto sanitario y cortar drásticamente su crecimiento. Sin embargo, los argumentos financieros, de eficiencia y psicológicos a favor del copago, siendo legítimos, no se sustentan en evidencias empíricas de alcance.

Sí hay un consenso razonable en reformar el único copago que hoy tenemos; el farmacéutico, porque es injusto, ineficiente e inequitativo. La reforma de este copago debe guiarse por el criterio de renta, estableciendo topes o contribuciones máximas (techos) en función de la misma. Como copagos cuasi-evitables ya disponemos de los precios de referencia. Las restantes iniciativas considero no son prioritarias ni probablemente necesarias a la luz de la evidencia que hoy conocemos.

La sostenibilidad financiera en el sistema sanitario va a depender fundamentalmente del crecimiento de la economía en términos de PIB, del nivel de eficiencia en la gestión de los factores de producción, del modelo transaccional de la prestación farmacéutica y del control de la prescripción.

Para las autoridades sanitarias, fundamentalmente en el ámbito autonómico, la gestión farmacéutica sigue siendo un verdadero quebradero de cabeza. Sabemos que una política del medicamento socialmente eficiente es un determinante fundamental para la viabilidad y consolidación de los servicios sanitarios públicos. España es el país en el ámbito de los grandes mercados farmacéuticos con mayor crecimiento del gasto en la última década (período analizado 2001-2009), superando incluso a EE.UU.; país con quien no sólo compartimos este liderazgo en el consumo de fármacos, sino también en la incorporación al conjunto de las prestaciones sanitarias de las nuevas moléculas farmacológicas del mercado (con diferentes categorías de innovación)7.
El gasto farmacéutico hospitalario (bajo estimaciones de compras) representa en torno al 10 por ciento del presupuesto global del SNS, con crecimientos agregados medios interanuales de dos dígitos en los últimos 10 años. Esta situación -a todas luces- es insostenible en un escenario de corte generalizado en el gasto sanitario.

Estos interrogantes han llevado a que desde diferentes ámbitos académicos y sociales se estén proponiendo cambios sustantivos en la regulación farmacéutica para promover la competencia y liberalizar progresivamente determinadas actividades de la cadena de valor en este sector, planteando alternativas de desintermediación y medidas de racionalidad para mejorar la calidad, eficiencia y valor social de esta prestación esencial en los canales de distribución y dispensación; además de fortalecer los mecanismos de participación y co-responsabilidad de los consumidores y usuarios8,9,10,11.

Es lícito también señalar que la responsabilidad del gobierno sanitario exige establecer un marco estable de relaciones con la industria, que garantice seguridad y confianza y que impulse el desarrollo biotecnológico, la política científica, el crecimiento de las bases de conocimiento del sector, la mejora de la productividad y la gestión apropiada de los procesos disruptivos de la innovación.

Toda la ciencia del cambio desde Kotter12,13, hasta nuestros días indica la conveniencia de abordar los procesos reformistas de corte estructural en períodos económicos de bonanza. Cuando la economía desplegaba velas y las tasas de desempleo eran inferiores al 10 por ciento sobre población activa y las reformas pendientes no estaban en la agenda política ni social, ya señalábamos la oportunidad de emprender determinados cambios en el sistema sanitario en funciones de gobernanza, sostenibilidad, racionalidad y cohesión social, porque entendíamos que el SNS no podía seguir indefinidamente con un “menú a la carta”, pensando ilusoriamente que el ciclo expansivo de nuestra economía era eterno. Hoy las reformas tendremos que hacerlas con el “menú del día”, en un clima de relaciones agenciales probablemente adversarial cuando tengamos que abordar desde el realismo político y social cambios estructurales en el sector, en razón al interés general; porque en situaciones de estrangulamiento financiero como la que vamos a tener que acometer, los derechos de ciudadanía deberán ser la única guía para mirar de frente el desafío de la sostenibilidad y tomar decisiones con un alto coste social de oportunidad.

El confortable modelo de crecimiento externamente sostenible del que nos habíamos beneficiado y acostumbrado en las últimas décadas, no será posible en el actual escenario de estancamiento o tibio crecimiento económico y compromiso de buen desempeño fiscal.

Nos van a imponer (digo bien) en esta difícil andadura, nos guste o no, un modelo bottom-up (de abajo arriba), es decir un patrón de corte filo-calvinista para que el potencial crecimiento sea internamente sostenible, lo cual significa en Román Paladino incrementos de la productividad (más por menos), ajuste estructural en los principales factores de producción y sacrificios de todo tipo. Ya sabemos que el lifting presupuestario va en serio y los recortes previstos se vislumbran sin ambages en la agenda política y gestora, porque el puente de mando y las órdenes vienen del frontispicio del Eurogrupo y el Ecofin; es desde este ámbito de la gobernanza europea, donde se imponen las nuevas reglas del juego, y a nosotros sólo nos queda su cumplimiento. Las nuevas y exigentes medidas de ajuste de senda fiscal (política fiscal coordinada) que se han acordado en el Eurogrupo en el denominado Pacto del Euro, no dejan lugar a dudas sobre esta nueva realidad.

Todos tendremos que rendir cuentas; a nivel intramuros los agentes políticos, gestores, profesionales y sociales; y a nivel extramuros, el sector económico y tecnológico. No son tiempos por tanto para egoísmos ilustrados territoriales o corporativo-gremiales. El rescate tendrá que ser endógeno (autorescate) con políticas pro-eficiencia. Por tanto, la pregunta pertinente sería… ¿cómo redistribuir asignativamente los sacrificios sin que la solidaridad y la equidad social se vean comprometidas?... porque el SNS tiene dramáticamente limitado su crecimiento orgánico, al menos en este ciclo de compungida recuperación.


Sociedad civil y ciudadanía soberana

Desde Max-Weber ya sabemos que las “buenas costumbres”, las normas justas, el carisma y la ejemplaridad transforman la sociedad, por su atractividad y persuasión moral -el ser y el deber ser-; -el cómo somos y el cómo debemos ser-. El normativismo modela la conciencia externa, pero la ejemplaridad y el carisma dignifican la conciencia interna.

Este crecimiento en el proceso de socialización del individuo a través de la ejemplaridad moralmente persuasiva, nos conduce a poner en valor el principio de ciudadanía, que representa una condición superior de los derechos humanos y sociales en nuestras sociedades más avanzadas.

La construcción de la modernidad ordenada se ha fraguado y sustentado en la economía de mercado, en la democracia liberal y en la sociedad civil -con mayor o menor articulación-; ésta última, en su condición de ciudadanía, está representada por el tejido asociativo y las redes sociales14.

Frente a las tecnoestructuras y mercados, necesitamos de la fortaleza de un tercer elemento presencial, que lo representa la sociedad civil, es decir, el tejido asociativo plural y pluralista que se expresa con una gran diversidad de formas, culturas y valores, constituyendo comunidades de personas autónomas y asociadas a las estructuras de apoyo al tejido social15.

En el libro recientemente publicado por Funcas16, sus autores analizan los resultados de la encuesta que llevaron a cabo en donde se constata que el 67,5 por ciento de los españoles cree que el Estado es el responsable de todos los ciudadanos y debe ocuparse de los problemas de estos, frente a sólo un 19,4 por ciento que consideran que son ellos responsables de su propio bienestar y que por ello deben hacerse cargo de la situación cuando tienen problemas. Además, el 60 por ciento de los encuestados se pronuncia por más Estado protector.

Sigue llamando especialmente la atención el que un 50 por ciento de los ciudadanos siga creyendo que el Gobierno de España es el responsable de la calidad de los servicios sanitarios. Por tanto, al menos desde la perspectiva sanitaria, el hecho autonómico no ha calado suficientemente en la distribución de responsabilidades en la gestión de lo público.

Para que la ciudadanía pueda expresarse virtuosamente desde un concepto de humanismo cívico, social y moral es preciso refundir algunos principios que refuercen la legitimidad del mundo vital: el principio de generalización, que viene a señalar la igualdad de oportunidades para poder expresar en libertad las potencialidades humanas; el principio de incidencia, complementario al anterior, que trata de personalizar (no privatizar) en cada ser humano la atención de la sociedad, que le permita un proceso de aprendizaje a la medida de sus capacidades; y por último, el principio de universalidad que integra y legitima simultáneamente a la persona y a la comunidad social de pertenencia.

El desarrollo de estos principios hace imprescindible un movimiento cívico potente como signo de una sociedad civil estructurada y organizada, para que la postmodernidad adquiera su mayoría de edad frente a un modelo agotado de ciudadanía pasiva y descreída17.

Por todo ello se hace necesario revisar los fundamentos políticos, sociológicos y éticos de nuestra realidad, así como de los principios económicos de las instituciones públicas y privadas que la configuran, contribuyendo a reforzar las bases de legitimación de la sociedad civil y de la propia ciudadanía.

El Estado social posee un pilar esencial: los derechos de ciudadanía. Los derechos sustantivos intrínsecos a la persona, en su condición de ciudadano, deben ser un valor universal de la era postmoderna. Este compromiso que emana de la democracia deliberativa y la ética pública converge hacia el bien común, y se explicita en el denominado contrato de ciudadanía, que adquiere plena legitimidad en el Estado de Derecho de las sociedades democráticas modernas.

El mundo postmoderno debe reconocerse en el humanismo cívico y ético y para ello tiene que comparecer la ciudadanía soberana en la sociedad civil; es decir, la primacía de las personas sobre las tecnoestructuras y los mercados para entender el desarrollo económico y social a la medida del ser humano, y por tanto virtuoso en su propia naturaleza y antropología moral.

Es también el momento de articular en un nuevo contrato social la función de co-responsabilidad de los ciudadanos con los valores que legitiman los servicios colectivos, el vínculo de socialización del bienestar entre los individuos que comparten necesidades y destino en las comunidades, los grupos plurales de nuestras sociedades pot-industriales y el compromiso de las personas con un modelo de convivencia; porque todas estas expresiones de vitalidad social vienen a constituir subsidiariamente las nuevas competencias de una ciudadanía activa e integrada en una sociedad compleja y plural.

Nos preocupa la desafección de los ciudadanos con las instituciones sociales porque esta actitud constituye la principal amenaza contra la continuidad de las políticas públicas que defienden la solidaridad y la equidad como argumentos éticos principales en el ejercicio de la responsabilidad colectiva. Este riesgo potencial exige revisar necesariamente los procesos de integración y protección de los derechos de ciudadanía, contribuyendo a reforzar desde la ética pública los sentimientos de seguridad personal y la protección ante los riesgos de desamparo y exclusión social.

Porque creemos que la gobernanza participativa de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones a través de las instituciones y de las entidades representativas de la sociedad civil, muestra el mejor exponente de la democracia deliberativa y es un complemento insustituible que otorga carta de naturaleza al principio de subsidiariedad.

La gobernanza institucional y la nueva gestión de las instituciones sanitarias
El concepto de buen gobierno nos remite a un nuevo proceso de gobernación, o a la creación de una estructura con un orden regulador que permita reconocer la interdependencia entre los sectores público y privado, evaluar la performance en la interacción de una multiplicidad de agentes económicos y sociales e instaurar los principios de transparencia y rendición de cuentas ante la sociedad18,19,20.

Para muchas instituciones gubernamentales, este pensamiento epistemológico y semántico integra nuevas modalidades o formas de gestión pública, de supervisión y arbitraje, así como un conjunto de instrumentos competenciales que permiten alcanzar una mayor eficiencia social en la prestación de servicios a la sociedad, favoreciendo la creación de capital social, cívico, cultural y ético; promoviendo relaciones proactivas entre personas, comunidades, redes y sociedades; y también garantías públicas para los derechos de ciudadanía 21,22.

La denominada nueva gestión pública basada en la evidencia, formaría parte de este concepto de buen gobierno, cuyas raíces teóricas podemos identificarlas en la economía institucional, la ciencia política, las relaciones multilaterales, la sociología moderna y los estudios teóricos para la integración y desarrollo organizativo de los sistemas sociales complejos.

La legitimidad de la nueva gestión pública, es decir, el management social, humanista y antropológico, está en su filosofía moral y en los principios éticos que impulsan el crecimiento simultáneo de las personas, la organización y la propia sociedad e impugna el viejo y reduccionista debate dual sobre la responsabilidad de las instituciones económicas y sociales.

La nueva cultura organizativa del management antropológico y humanista que proponemos interroga la visión reduccionista del modelo “homo economicus” y busca el encuentro creativo entre la eficiencia económica y la dignidad humana desde la filosofía social y la antropología aplicada23,24,25. El marco de este nuevo management público no debe ser político ni intervencionista sino científicamente operativo y avalado por una filosofía moral creadora de valor para las personas, la organización y la propia sociedad.

La evolución de la gestión científica basada en el individualismo (Frederick Winslow Taylor-1911) a la gestión humanista (Thomas Schelling, Nobel de Economía 2005), sustentada en el personalismo, es consecuencia de entender en el mundo de las organizaciones que ningún proceso productivo puede progresar si no prima el reconocimiento central de las personas.

Exaltar el valor de cada hombre y su potencia creativa (Oliver E. Williamson, Premio Nobel de Economía 2009) promueve una sociedad más inclusiva, fomenta la empleabilidad como forma de autonomía responsable, dignifica el talento, valida las buenas prácticas y otorga “denominación de origen” al humanismo científico en el mundo de las organizaciones sociales, las empresas y el mercado. La seguridad, la participación, el valor de pertenencia y la identidad social, configuran el trabajo interior de las instituciones humanistas y refuerzan la misión corporativa y las credenciales de futuro.

Hoy creemos que la primera misión de una institución humanista es su trabajo interior, la mejora de las personas, sus valores y su capital intelectual. Ello se contabiliza en el balance social, que no es una “cesta de intangibles retóricos y mágicos”, sino que se traduce en resultados con valores tales como: sentido de pertenencia, buen gobierno, clima colaborativo, comunicación veraz, aseguramiento de la fidelidad y compromiso con un destino compartido. La empresa al servicio de las personas y la sociedad significa entender desde una verdadera rectitud de intención que el capital social no es un coste anticompetitivo, sino una responsabilidad hacia el bien común que mejora la reputación y la sostenibilidad de las instituciones a largo plazo.

En nuestro sector sanitario, bajo este concepto de gobernanza estamos integrando además de la nueva gestión pública, los procesos de interacción entre el sector público y privado, los instrumentos de coordinación y regulación en los órganos corporativos y colegiados, los nuevos diseños organizativos bajo el denominado federalismo institucional, las formas de profesionalismo socialmente responsable, los mecanismos de cohesión y participación social, los derechos y garantías de la ciudadanía sanitaria, el ejercicio de la auctóritas formal e informal y las competencias para el desarrollo del principio de subsidiariedad.

La gobernabilidad sanitaria debe ejercerse en todos los niveles operacionales del sistema, bajo los principios de co-responsabilidad y participación institucional y social: a nivel macro, a través de las políticas de salud y rectoría política, económica y social; a nivel meso, ejerciendo los derechos de propiedad en todas las funciones esenciales de la cadena de innovación y de valor de las instituciones sanitarias; y a nivel micro, gestionando eficientemente los sistemas clínicos para garantizar la calidad asistencial y los resultados coste/efectividad26.

También necesitamos avanzar desde el buen gobierno hacia una concepción renovada del federalismo sanitario que implica -revisar críticamente jerarquías y mercados- gestionar política y socialmente redes complejas multinivel. Este rediseño organizativo socialmente cohesionado que estamos proponiendo se sustenta en los siguientes elementos: norma común; lealtad institucional; equilibrio de roles; participación social y profesional democrática; autonomía responsable; rendición de cuentas; subsidiariedad y cohesión territorial y social.

Es una práctica de buen gobierno buscar acuerdos o pactos estables sobre políticas básicas necesarias para el conjunto del SNS, incluso bajo condiciones adversariales políticas y sociales de suma cero, máxime en situaciones como la actual de crisis económica y de fuertes tensiones financieras en el presupuesto sanitario.

El buen gobierno sanitario necesita también de un nuevo profesionalismo sanitario comprometido con el destino del SNS para las próximas generaciones y una nueva cultura social centrada en el principio de ciudadanía. Este compromiso ético forma parte del contrato social implícito entre los profesionales sanitarios y la propia sociedad, y representa la base de su legitimación social.


Regeneracionismo para el buen gobierno de la salud

Son muchos los eslabones débiles en la cadena de valor del SNS y además, en poco ayuda a enfrentar la crisis sanitaria la ligereza informativa de muchos medios de comunicación del sector, la poca evidencia persuasiva de las élites, la ofuscación intelectual y obstinada de los dilettanti sanitarios, las debilidades estructurales en los sistemas deliberativos y de decisión colectiva, la pérdida de altruismo y de capital ético, así como los déficits cognitivos, morales y cívicos en el comportamiento de los agentes y en el conjunto de la sociedad, lo cual nos han llevado a prácticas donde predominan los conflictos de interés y el oportunismo que no acompañan bien a los procesos de reforma a los que vamos a tener que enfrentarnos.

Hay que decirlo claro, sin gobierno institucional, sin credenciales éticas en el servicio a la comunidad y sin un modelo de gestión pública eficiente, no hay ningún sistema sanitario sostenible, ni socialmente legitimable.

El proceso de institucionalización en el conjunto del SNS requiere de órganos de gobierno que asuman la responsabilidad de custodiar sus credenciales y valores, para así reforzar sus cimientos de legitimación social27.

Tenemos por tanto que rediseñar los órganos institucionales de gobierno y definir sus funciones, revitalizando su arquitectura estratégica para la coordinación y establecimiento de políticas sanitarias comunes, que garantice el funcionamiento de un sistema organizativo multinivel complejo28.

El Consejo Interterritorial (CI) ha de ser necesariamente el núcleo de gobierno del sistema; pero la evidencia indica que se precisan reglas nuevas y consensos políticos más garantistas y vinculantes, ante los crecientes problemas de sostenibilidad y cohesión social.

Pero además, el gobierno del SNS requiere de otros instrumentos: recursos económicos a través de un fondo de cohesión significativo y bien gestionado; recursos técnicos y organizativos para apoyar funciones horizontales de cooperación, intercambio de información y gestión de otras funciones compartidas; y recursos de conocimiento para enfrentar entre todos los problemas de sostenibilidad y racionalidad.

La función política de gobierno -es decir, el decisor colectivo- debe asumir los principios de buen gobierno expresados en nuevos patrones reformistas, siguiendo criterios de racionalismo selectivo y de políticas basadas en la evidencia; en comportamientos vitales y regeneracionistas, siguiendo conductas de ética pública y social; y todo ello, bajo un liderazgo político transformador y socialmente ejemplarizante.

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