REPORTAJE: vida&artes
La 'tasa grasa' es por su bien
Más presión contra la comida basura: Dinamarca y Hungría imponen impuestos sobre los alimentos insanos - La obesidad tiene un coste y el consumidor lo pagará
MARÍA R. SAHUQUILLO 18/10/2011
La sociedad ha cambiado el puchero de lentejas por la pizza congelada. La manzana por la bollería industrial. La epidemia de obesidad crece en occidente al ritmo que el consumo de comida rápida. Hoy es más cómodo y más rápido comer una hamburguesa que un marmitako. Y más barato. La diferencia de precio (y de tiempo) es notable. ¿O no lo es pagar siete euros por un menú extragrande de pollo frito, con patatas y refresco frente a unos 15 por un pescado a la plancha? Esta mayor carestía de la comida saludable no ayuda a combatir cifras preocupantes. Por ejemplo, que una de cada dos personas tiene problemas de peso en la mitad de los países desarrollados. Este escenario ha llevado a países como Dinamarca y Hungría a declarar la guerra a los alimentos ricos en azúcares y grasas. Desde expulsarlos de los colegios a gravarlos económicamente. Todo por reducir su consumo.
La lucha más radical se ha iniciado en Dinamarca. El país nórdico, con unas cifras bastante moderadas de obesidad -el 11% de la población frente al 19% de los españoles-, se ha convertido en el primero del mundo en aplicar una tasa especial sobre aquellos productos que contienen más de un 2,3% de grasas saturadas, perjudiciales para la salud cardiovascular. El impuesto ataca de manera directa al bolsillo del consumidor, que desde el 1 de octubre paga 15 céntimos más por una hamburguesa, 9 por una bolsa de patatas fritas y 33 por un envase de mantequilla. La medida, que reportará a las arcas públicas unos 188 millones de euros al año, reducirá un 3% la presencia de grasas trans de la dieta de los daneses, según un informe de su Ministerio de Hacienda.
La cifra no convence en absoluto a la industria alimentaria, que se ha mostrado radicalmente en contra del impuesto. La tasa, aseguran, penaliza al consumidor y al sector en una época donde nadie se mueve con un presupuesto demasiado holgado. "No creemos que vaya a tener un efecto positivo en la salud de la población. Es solo un impuesto más y su finalidad es puramente recaudatoria", reprobó la Confederación de Industrias Agroalimentarias Danesas en un comunicado. El destino de lo que el Gobierno ingresará con la tasa, que irá a parar a los presupuestos generales en lugar de invertirse directamente en sanidad, también ha despertado agrias críticas.
Y los económicos no han sido los únicos argumentos en contra de una medida que despierta muchas dudas entre los expertos. "Los estudios no demuestran que gravar los alimentos ricos en grasas saturadas vaya a traducirse en grandes cambios a largo plazo", analiza Gema Frühbeck, presidenta electa de la Sociedad Europea para el Estudio de la Obesidad (Easo) y especialista de la Clínica Universitaria de Navarra. "Lo coherente es educar al consumidor e incorporar a la industria en la lucha contra el sobrepeso. Hay que hacer a todos partícipes del problema. Eso consigue mejores resultados que penalizar productos", sugiere.
Sin embargo, por ahora parece que la acción directa contra los denominados alimentos insanos gana terreno. Los alimentos muy azucarados -como los refrescos- ya soportan una tasa en Dinamarca, Noruega, Australia o Finlandia. Además, estos dos últimos países y Holanda analizan aplicar su propio impuesto contra las grasas trans, a la manera danesa. Una fórmula estricta que se llegó a debatir en el Parlamento Europeo.
También Hungría intenta desterrar de la mesa de sus ciudadanos la comida basura. El Gobierno húngaro, que se enfrenta a una de las peores cifras de obesidad de la UE -el 20% de los hombres y el 18% de las mujeres, según la OCDE-, ha apostado por gravar aquellos alimentos considerados poco saludables. Desde refrescos a hamburguesas o bollería. Cada uno de esos productos son, desde hace unas semanas, 37 céntimos más caros. Un incremento de precio con el que las autoridades esperan recaudar unos 70 millones de euros al año que se destinarán íntegramente a la sanidad. "Aquellos que lleven una vida poco saludable tendrán que contribuir más", dijo el primer ministro húngaro, Viktor Orban, cuando se aprobó el controvertido impuesto.
Orban se atrevió a decirlo en voz alta y con palabras más crudas, pero el argumento de aquellos que apuestan por las medidas fiscales para adelgazar a sus ciudadanos es siempre el mismo: el sobrepeso y la obesidad son enfermedades muy costosas para el sistema que son fáciles de evitar. Los kilos de más pueden provocar enfermedades coronarias, diabetes o algunos tipos de cáncer. Así, el gasto sanitario de atender a un obeso es un 36% mayor que el de alguien que está en su peso, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Más allá: una persona moderadamente obesa -con un índice de masa corporal (IMC) entre 35 y 40- vive una media de tres años menos que una persona sana; y alguien con obesidad mórbida (con un IMC de más de 40) una media de 10 años menos. "El coste económico y social es altísimo", alerta Felipe F. Casanueva, director científico del Centro de Investigación Biomédica en Red sobre Obesidad y Nutrición (Ciberobn).
En España, el gasto asociado a la obesidad supera los 2,5 millones de euros anuales, según el Ministerio de Sanidad. Y el país, que ha abandonado la dieta mediterránea para aficionarse a las carnes grasas, los refrescos y la bollería, se ha convertido en el tercero del mundo en obesidad infantil -que afecta a uno de cada tres menores de 13 y 14 años-. A pesar de esto, el Gobierno no planea gravar los alimentos ricos en grasas saturadas, azúcares o sal. "A diferencia de lo que ocurre con las bebidas de alta graduación alcohólica (que no son alimentos) y con el tabaco, no está demostrado que gravar otros productos alimenticios tenga efectos positivos en la salud", asegura un portavoz del ministerio que dirige Leire Pajín. "Y en estos momentos de crisis económica menos", añade.
España, sin embargo, ha decidido vetar la presencia de bollos y refrescos en las escuelas. La nueva ley de seguridad alimentaria limita en los centros educativos la venta de alimentos y bebidas con alto contenido en sal, ácidos grasos saturados y trans. Una medida que, según la Federación de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB), "estigmatiza" determinados alimentos, pero que, sin embargo, sí ha dado resultados en los países nórdicos.
Sean o no convincentes los argumentos de los Gobiernos sobre el coste del sobrepeso -y dejando a un lado las críticas sobre si la política de prohibir todo lo insano, en lugar de lograr que el consumidor abandone su consumo, es paternalista-, lo cierto es que las medidas fiscales que se comienzan a aplicar repercuten de manera directa sobre el consumidor. Y no precisamente sobre su conciencia, sino sobre su bolsillo. Porque la clave aquí es el precio. "El fast food es más asequible económicamente que hacer una dieta equilibrada con frutas y verduras", observa Frühbeck, miembro también del Ciberobn. "Solo hay que ir a una hamburguesería para descubrir que la cantidad de calorías que se pueden consumir por un euro es enorme, y con la crisis se están bajando cada vez más los precios", apunta.
Una realidad que, para Franco Sassi, experto de la OCDE y director del estudio La obesidad y la economía de la prevención, empuja a las clases más desfavorecidas hacia la llamada comida basura. Y esto termina siendo la pescadilla que se muerde la cola: las personas con obesidad y sobrepeso terminan consiguiendo puestos de trabajo peores que aquellos que no están enfermos. "Y está demostrado que los salarios de la gente obesa son menores que los de la gente con un peso normal", apunta Susana Monereo, jefa de endocrinología del Hospital de Getafe (Madrid). "A veces, además, la elección de los alimentos es difícilmente remediable. Si tienes que dar a una familia 2.000 calorías por persona y día, tristemente es más barato hacerlo a base de alimentos ricos en grasas", dice. Para que quede claro: "No es lo mismo el chóped que el lacón, que tiene además la mitad de calorías pero por el doble de precio. Tampoco es lo mismo una hamburguesería que un restaurante, ni siquiera a comer el menú del día".
El paradigma de esa diferencia es Estados Unidos, un país donde las raciones gigantes de comida basura y barata han agrandado la grieta entre las clases. Allí, donde una pieza de fruta puede llegar a costar el doble que una hamburguesa con queso, o un batido que aporta 1.600 calorías es más barato que un filete de ternera, la diferencia social se nota en la mesa. Y en la línea. La población con un nivel económico y educativo alto tiene más información y mayores conocimientos sobre lo mejor para su dieta. Y más aún: pueden pagarse aquellos alimentos considerados más sanos.
Una gran barrera social que llega acompañada de las tasas de sobrepeso y obesidad más altas del mundo. Algo que ha llevado a los Gobiernos de varios Estados -como California- a tomar medidas como obligar a que se informe de las calorías de todos los alimentos, o a vetar los regalos que acompañan a muchos menús infantiles. Nada similar, sin embargo, a la tasa contra las grasas trans de Dinamarca o la guerra a la comida basura de Hungría.
El patrón de Estados Unidos, además, alertan los investigadores Manuel Peña y Jorge Bacallaos, se da cada vez más en otros países desarrollados. Estos expertos de la Organización Panamericana de la Salud han analizado el cambio de patrón alimentario en América Latina, donde la obesidad está aumentando a pasos agigantados sin dejar de lado -yendo a veces, incluso, de la mano- la malnutrición. Porque aquellos alimentos ricos en grasas, azúcares y sal no aportan todo lo necesario para una correcta nutrición.
Por eso, Monereo cree que de nada sirve penalizar los alimentos baratos e insanos mientras que no se abaraten los otros. "Es imprescindible hacer una política de apoyo y subvención a las frutas y las verduras, por ejemplo, que son carísimas. Es más efectivo premiar que castigar. Lo que no puede ser es que un kilo de tomates cueste cinco euros. Eso empuja a la gente a comprar crema de cacao", esgrime. También cree que quizá sería más correcto y efectivo lograr que la industria no superase un determinado porcentaje de grasas o azúcares en los alimentos; algo que, sostiene, "nadie se ha atrevido a hacer".
La presidenta electa de la Easo aporta otro factor: "La parte económica es importante, pero no es lo único. No olvidemos que estos alimentos nos gustan, saben bien y tiene mucho atractivo". Por eso, aporta otro ingrediente a la receta contra la obesidad: "Lo que hay que lograr es que la industria colabore para desarrollar productos ricos, con pocas grasas saturadas y que no cuesten más. Eso, hoy por hoy, no existe".
España ha vetado la presencia de bollos y refrescos en las escuelas
No sirve encarecer la comida insana si no se abarata el resto, opina una médica
La industria dice que se trata de una medida puramente recaudatoria
El gasto sanitario de atender a un obeso es un 36% mayor
La lucha más radical se ha iniciado en Dinamarca. El país nórdico, con unas cifras bastante moderadas de obesidad -el 11% de la población frente al 19% de los españoles-, se ha convertido en el primero del mundo en aplicar una tasa especial sobre aquellos productos que contienen más de un 2,3% de grasas saturadas, perjudiciales para la salud cardiovascular. El impuesto ataca de manera directa al bolsillo del consumidor, que desde el 1 de octubre paga 15 céntimos más por una hamburguesa, 9 por una bolsa de patatas fritas y 33 por un envase de mantequilla. La medida, que reportará a las arcas públicas unos 188 millones de euros al año, reducirá un 3% la presencia de grasas trans de la dieta de los daneses, según un informe de su Ministerio de Hacienda.
La cifra no convence en absoluto a la industria alimentaria, que se ha mostrado radicalmente en contra del impuesto. La tasa, aseguran, penaliza al consumidor y al sector en una época donde nadie se mueve con un presupuesto demasiado holgado. "No creemos que vaya a tener un efecto positivo en la salud de la población. Es solo un impuesto más y su finalidad es puramente recaudatoria", reprobó la Confederación de Industrias Agroalimentarias Danesas en un comunicado. El destino de lo que el Gobierno ingresará con la tasa, que irá a parar a los presupuestos generales en lugar de invertirse directamente en sanidad, también ha despertado agrias críticas.
Y los económicos no han sido los únicos argumentos en contra de una medida que despierta muchas dudas entre los expertos. "Los estudios no demuestran que gravar los alimentos ricos en grasas saturadas vaya a traducirse en grandes cambios a largo plazo", analiza Gema Frühbeck, presidenta electa de la Sociedad Europea para el Estudio de la Obesidad (Easo) y especialista de la Clínica Universitaria de Navarra. "Lo coherente es educar al consumidor e incorporar a la industria en la lucha contra el sobrepeso. Hay que hacer a todos partícipes del problema. Eso consigue mejores resultados que penalizar productos", sugiere.
Sin embargo, por ahora parece que la acción directa contra los denominados alimentos insanos gana terreno. Los alimentos muy azucarados -como los refrescos- ya soportan una tasa en Dinamarca, Noruega, Australia o Finlandia. Además, estos dos últimos países y Holanda analizan aplicar su propio impuesto contra las grasas trans, a la manera danesa. Una fórmula estricta que se llegó a debatir en el Parlamento Europeo.
También Hungría intenta desterrar de la mesa de sus ciudadanos la comida basura. El Gobierno húngaro, que se enfrenta a una de las peores cifras de obesidad de la UE -el 20% de los hombres y el 18% de las mujeres, según la OCDE-, ha apostado por gravar aquellos alimentos considerados poco saludables. Desde refrescos a hamburguesas o bollería. Cada uno de esos productos son, desde hace unas semanas, 37 céntimos más caros. Un incremento de precio con el que las autoridades esperan recaudar unos 70 millones de euros al año que se destinarán íntegramente a la sanidad. "Aquellos que lleven una vida poco saludable tendrán que contribuir más", dijo el primer ministro húngaro, Viktor Orban, cuando se aprobó el controvertido impuesto.
Orban se atrevió a decirlo en voz alta y con palabras más crudas, pero el argumento de aquellos que apuestan por las medidas fiscales para adelgazar a sus ciudadanos es siempre el mismo: el sobrepeso y la obesidad son enfermedades muy costosas para el sistema que son fáciles de evitar. Los kilos de más pueden provocar enfermedades coronarias, diabetes o algunos tipos de cáncer. Así, el gasto sanitario de atender a un obeso es un 36% mayor que el de alguien que está en su peso, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Más allá: una persona moderadamente obesa -con un índice de masa corporal (IMC) entre 35 y 40- vive una media de tres años menos que una persona sana; y alguien con obesidad mórbida (con un IMC de más de 40) una media de 10 años menos. "El coste económico y social es altísimo", alerta Felipe F. Casanueva, director científico del Centro de Investigación Biomédica en Red sobre Obesidad y Nutrición (Ciberobn).
En España, el gasto asociado a la obesidad supera los 2,5 millones de euros anuales, según el Ministerio de Sanidad. Y el país, que ha abandonado la dieta mediterránea para aficionarse a las carnes grasas, los refrescos y la bollería, se ha convertido en el tercero del mundo en obesidad infantil -que afecta a uno de cada tres menores de 13 y 14 años-. A pesar de esto, el Gobierno no planea gravar los alimentos ricos en grasas saturadas, azúcares o sal. "A diferencia de lo que ocurre con las bebidas de alta graduación alcohólica (que no son alimentos) y con el tabaco, no está demostrado que gravar otros productos alimenticios tenga efectos positivos en la salud", asegura un portavoz del ministerio que dirige Leire Pajín. "Y en estos momentos de crisis económica menos", añade.
España, sin embargo, ha decidido vetar la presencia de bollos y refrescos en las escuelas. La nueva ley de seguridad alimentaria limita en los centros educativos la venta de alimentos y bebidas con alto contenido en sal, ácidos grasos saturados y trans. Una medida que, según la Federación de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB), "estigmatiza" determinados alimentos, pero que, sin embargo, sí ha dado resultados en los países nórdicos.
Sean o no convincentes los argumentos de los Gobiernos sobre el coste del sobrepeso -y dejando a un lado las críticas sobre si la política de prohibir todo lo insano, en lugar de lograr que el consumidor abandone su consumo, es paternalista-, lo cierto es que las medidas fiscales que se comienzan a aplicar repercuten de manera directa sobre el consumidor. Y no precisamente sobre su conciencia, sino sobre su bolsillo. Porque la clave aquí es el precio. "El fast food es más asequible económicamente que hacer una dieta equilibrada con frutas y verduras", observa Frühbeck, miembro también del Ciberobn. "Solo hay que ir a una hamburguesería para descubrir que la cantidad de calorías que se pueden consumir por un euro es enorme, y con la crisis se están bajando cada vez más los precios", apunta.
Una realidad que, para Franco Sassi, experto de la OCDE y director del estudio La obesidad y la economía de la prevención, empuja a las clases más desfavorecidas hacia la llamada comida basura. Y esto termina siendo la pescadilla que se muerde la cola: las personas con obesidad y sobrepeso terminan consiguiendo puestos de trabajo peores que aquellos que no están enfermos. "Y está demostrado que los salarios de la gente obesa son menores que los de la gente con un peso normal", apunta Susana Monereo, jefa de endocrinología del Hospital de Getafe (Madrid). "A veces, además, la elección de los alimentos es difícilmente remediable. Si tienes que dar a una familia 2.000 calorías por persona y día, tristemente es más barato hacerlo a base de alimentos ricos en grasas", dice. Para que quede claro: "No es lo mismo el chóped que el lacón, que tiene además la mitad de calorías pero por el doble de precio. Tampoco es lo mismo una hamburguesería que un restaurante, ni siquiera a comer el menú del día".
El paradigma de esa diferencia es Estados Unidos, un país donde las raciones gigantes de comida basura y barata han agrandado la grieta entre las clases. Allí, donde una pieza de fruta puede llegar a costar el doble que una hamburguesa con queso, o un batido que aporta 1.600 calorías es más barato que un filete de ternera, la diferencia social se nota en la mesa. Y en la línea. La población con un nivel económico y educativo alto tiene más información y mayores conocimientos sobre lo mejor para su dieta. Y más aún: pueden pagarse aquellos alimentos considerados más sanos.
Una gran barrera social que llega acompañada de las tasas de sobrepeso y obesidad más altas del mundo. Algo que ha llevado a los Gobiernos de varios Estados -como California- a tomar medidas como obligar a que se informe de las calorías de todos los alimentos, o a vetar los regalos que acompañan a muchos menús infantiles. Nada similar, sin embargo, a la tasa contra las grasas trans de Dinamarca o la guerra a la comida basura de Hungría.
El patrón de Estados Unidos, además, alertan los investigadores Manuel Peña y Jorge Bacallaos, se da cada vez más en otros países desarrollados. Estos expertos de la Organización Panamericana de la Salud han analizado el cambio de patrón alimentario en América Latina, donde la obesidad está aumentando a pasos agigantados sin dejar de lado -yendo a veces, incluso, de la mano- la malnutrición. Porque aquellos alimentos ricos en grasas, azúcares y sal no aportan todo lo necesario para una correcta nutrición.
Por eso, Monereo cree que de nada sirve penalizar los alimentos baratos e insanos mientras que no se abaraten los otros. "Es imprescindible hacer una política de apoyo y subvención a las frutas y las verduras, por ejemplo, que son carísimas. Es más efectivo premiar que castigar. Lo que no puede ser es que un kilo de tomates cueste cinco euros. Eso empuja a la gente a comprar crema de cacao", esgrime. También cree que quizá sería más correcto y efectivo lograr que la industria no superase un determinado porcentaje de grasas o azúcares en los alimentos; algo que, sostiene, "nadie se ha atrevido a hacer".
La presidenta electa de la Easo aporta otro factor: "La parte económica es importante, pero no es lo único. No olvidemos que estos alimentos nos gustan, saben bien y tiene mucho atractivo". Por eso, aporta otro ingrediente a la receta contra la obesidad: "Lo que hay que lograr es que la industria colabore para desarrollar productos ricos, con pocas grasas saturadas y que no cuesten más. Eso, hoy por hoy, no existe".
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