Abortemos esa funesta ley del aborto
La ley del Gobierno anterior en nada afectaba a quienes no quisieran abortar; ahora Gallardón impide abortar a la mujer que quiera hacerlo. Rajoy se empeña en cercenar derechos de los ciudadanos
El espejo devuelve a José K. una figura patética. Ha buscado, tantas horas libres en este su forzado tedio de jubilado, en el baúl de los recuerdos —el acompañamiento que sigue se lo deja a ustedes— aquella trenca verde que un día arrambló en el armario, y ya puestos, hasta localizó en un rincón el pantalón de campana que acompañaba, como Pili a Mili o como Engels a Marx, a la citada prenda de abrigo. Ha sustraído con discreción un poco de musgo del belén del portal y se lo ha pegado con cierta habilidad en los carrillos, en un desesperado ensayo por recuperar aquellas patillas de tanto lucimiento. Inútil: el espejo muestra un tipo decrépito, vestido de mamarracho y con unos incomprensibles jirones de algo oscuro y asqueroso en los magros mofletes.
No era malo el intento, no, porque este Gobierno de miseria —para los demás— ha conseguido arrastrarnos a la década de los setenta y a ser, de nuevo, la vergüenza de Europa. Tenemos asignatura de Religión, reválidas, cañones de agua y leyes singulares para atizar a esos manifestantes embrutecidos por la izquierda rencorosa. Hay en el cesto, además, fervorosos ministros del Opus, como entonces, e incluso Raphael ha vuelto en Navidad. Y estamos a punto —nos queda bien poco, dice nuestro hombre— de acabar con los sindicatos, esos instrumentos del bolchevismo que se dedican —vade retro— a negociar convenios para los trabajadores. Como si a los empresarios les hiciera alguna falta. Que se vayan a Laponia, esos operarios que tanto exigen. Incluso su periódico de siempre ha reeditado a los Beatles. ¡A ver si encontramos por ahí, se dice a sí mismo, algún LP de Jethro Tull! Por completar.
Ahora se suma, estrella del firmamento reaccionario de quienes mandan, el triste regreso a la negra etapa del aborto en Londres. Véase a los efectos EL PAÍS del 3 de octubre de 1976. Qué contento estará Alberto Ruiz-Gallardón, que así habrá podido vengar a su dilecto padre, perdedor que fue, por mucho que él y el inefable Federico Trillo —¿cuánto daño a la convivencia entre españoles habrá causado nuestro hoy bizarro embajador en Londres en su dilatada carrera al servicio de las sombras?— brindaran en 1985 por una sentencia del Constitucional que al final, como se demostró, era de hecho una legalización de aquello que ellos, la Alianza Popular del muy franquista Manuel Fraga, querían impedir a toda costa: el aborto. Hoy, Ruiz-Gallardón hijo, nos vuelve a las tinieblas en las que él mismo, oscuro concejal y a un paso de la extrema derecha, vivía por aquella época. Hipócritas, proclaman que así defienden la familia.
¡Ah, la familia! Vamos a favorecer a esa sacrosanta institución que tanto queremos, dirán en el Consejo de Ministros, a base de rebajar los sueldos de sus integrantes, machacarles a impuestos, favorecer los despidos, suprimirles las becas, subirles la luz, el agua y hasta el aire que respiran. Qué gran invento el bocadillo del pan con pan. Cerremos los ojos a quienes nos piden que les dejemos, al menos, que se puedan calentar en este invierno. Porque así lograremos que se abracen muy fuerte, que eso da mucho calorcito y así se fomentan los lazos de cariño entre padres, hijos, suegros, abuelos y nietos. Incluso podíamos sugerirles que recen. Mucho. Muchísimo. ¿O acaso no se acuerdan de cuánto confortaban los rosarios en familia, mientras nos mataban los sabañones?, suelta José K. ya un poco alterado.
Minucias, todo minucias, porque el país, cualquiera puede verlo, va muy bien. Miren ustedes, por ejemplo, la cuenta corriente de ese empresario de supermercados que ustedes conocen, de ese banquero de tanto renombre o del afanoso comerciante en telas y sus derivados. España, ahí lo tienen, va francamente bien. Un mundo de mentiras, de tergiversaciones interesadas, de falsas estadísticas, de argumentos mendaces. Lo que tenemos en este accidentado cambio de año, casi grita encolerizado y ya algo rabioso José K., no es sino la constatación de que sufrimos un Gobierno de malos, pésimos ministros y pésimas ministras. Digan, si así no lo creen, cuál es su valoración de José Ignacio Wert, de Fátima Báñez, de José Manuel Soria, de Cristóbal Montoro o de Jorge Fernández Díaz. Hay incluso quien sostiene que Ana Mato sigue siendo ministra, pero el dato no está confirmado. Luce, además, el trabajo de una vicepresidenta que tanto prometía y que tan poco ha dado. ¿De verdad que coordina algo Sáenz de Santamaría? ¿Las cuestiones sobre el sector eléctrico, las relaciones con los catalanes, los impuestos, la política educativa? ¿Manda sobre algún ministro, o su poder de vicepresidenta se quedó varado a la altura de los subsecretarios?
Pero ni tan siquiera esto es lo peor, declama José K. al borde de la apoplejía. Es que además ha resultado ser, como él siempre predijo, y la hemeroteca no le dejará por mentiroso, el Gobierno más reaccionario, rancio, chupacirios, tragasantos y meapilas de la democracia. No tiene, ni tan siquiera, bien orientada la aguja de marear, porque de nada le va a servir tanto como pone a los pies de su Eminencia Reverendísima don Antonio María Rouco Valera, porque el cardenal está a un paso de perder el enorme poder del que disfrutó sobre este y otros Gobiernos, que José K. no quiere acordarse de aquello del talante. Resulta que ahora algunas cosas pueden cambiar con el papa Francisco en el Vaticano, que ya no van por el trentino pensamiento —si tal cosa no fuera en sí misma una irresoluble contradictio in terminis— de nuestros queridos gobernantes, sino por un modesto jijijajá, por la guitarra y las zapatillas de esparto en esta nueva iglesia, o eso dicen ellos, que llegó de la pampa.
Se empeña este Gobierno en facilitar las cosas para que José K. pueda, como de hecho hace, afirmar que lleva dentro, como el aguacate su hueso, el fantasma de la extrema derecha. Distinto del franquista, cierto, y además pasada por varias decenas de años y acontecimientos mundiales. Pero insiste Mariano Rajoy, sin duda el jefe espiritual de la alegre muchachada, en hacer una política de cercenamiento de derechos de los ciudadanos, con la vista puesta en reforzar a su electorado más fanático ante el fracaso de las medidas económicas y los continuos escándalos de corrupción y nepotismo en los que vive sumido su partido. La insultante, desgraciada, impúdica y repugnante ley del aborto, enmascarada con el pornográfico tratamiento lingüístico de Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, hojarasca rimbombante para tapar sus muchas vergüenzas, no es sino un robo de derechos adquiridos. No acaba de entender José K. si sus responsables entienden que la ley del aborto del Gobierno anterior en nada afectaba a quienes no quisieran abortar. ¿Hay que explicarle a alguien este concepto tan elemental? A ninguna mujer, a ninguna, se le imponía absolutamente nada. ¿Diez hijos y sin querer abortar? Pues adelante. Estaba usted en su perfecto derecho. Pero ahora Gallardón —Rajoy, no nos equivoquemos de nombre— impide abortar a la mujer que quiera hacerlo. ¿Es muy difícil ver la diferencia entre unos y otros? Porque no es verdad, en absoluto, que todos son iguales.
José K. no siente nostalgia alguna de aquellos años setenta, porque los que hoy sufren entonces sufrían todavía más. Solo echa de menos aquella calle con hombres y mujeres que entendían que tú y yo codo a codo somos mucho más que dos (Benedetti). Y ya que vienen vientos tormentosos del noreste peninsular, es buena época para recordar elDe vegades la pau, no és més que por (A veces la paz no es más que miedo, Espriu). E incluso, y ya que empujan al iracundo José K. a rememorar aquellos tiempos de oscuridad y tinieblas en los que había que irse a cantar al Olympia parisino porque aquí no se podía, lo mismo les suelta aquello de a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar (Alberti).
Porque algo hay que hacer para que esta sociedad despierte y diga, como hoy José K., ya basta.
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