Cerveza gratis contra la marginación de los alcohólicos
Una fundación en Holanda les ofrece bebida regulada, trabajo y 10 euros al día
ISABEL FERRER Ámsterdam 29 DIC 2013 - 21:24 CET
Son las nueve de la mañana y Coen es el primero en llegar. De 49 años, alto, delgado y algo tímido, se sienta a esperar al resto de sus colegas en el local que la fundación humanitaria Regenboog (Arcoiris) gestiona desde 2012 en el distrito Este de Ámsterdam, un vecindario de mayoría inmigrante. Es sábado, y René, Peter, Efraim y Mimoen, entre otros, irán entrando bajo la atenta mirada de Gerrie Holterman, su coordinadora. Son un grupo de alcohólicos que pasaba gran parte del día bebiendo en la calle o en el parque del barrio, Oosterpark. Grande y muy bello, fue el primero abierto por el Ayuntamiento en el siglo XIX. El lugar se hizo tristemente famoso, en 2004, porque a sus puertas fue asesinado el cineasta Theo van Gogh a manos de un holandés radical de origen marroquí.
Alejados de sus familias y excluidos de la comunidad, los acogidos por Regenboog recogen ahora basuras en las mismas aceras por donde antes deambulaban sin rumbo. Trabajan de 9.00 a 15.00 horas en dos grupos de nueve personas (de lunes a miércoles y de jueves a sábado) y reciben por ello 10 euros diarios. La fundación también les da un paquete de tabaco de liar, y lo más importante: cinco cervezas que consumirán durante el turno laboral. ¿Sorprendente? “En absoluto. Solo es pragmático”, dice Hans Wijnands, el director de la fundación. “No les exigimos la desintoxicación, aunque les ayudamos si la piden. El que no puedan abandonar la bebida de golpe no es razón para dejarles fuera de la sociedad”, añade.
Cartero durante 10 años, Coen prefiere no dar su apellido ni tampoco desvelar su caída en el alcohol. “Esto me ayuda a mantener un horario y disciplina. Antes de 2002 trabajaba 40 horas semanales y por fin he vuelto a estar al aire libre. Y a los vecinos les parece bien lo que hacemos. En casa pinto y dibujo”, dice. Según Gerrie, la coordinadora, él es uno de los más decididos a abandonar la bebida. Nadie le apremia, pero es el paso deseado por la fundación, y por el Consistorio de Ámsterdam, que apoya el proyecto, en marcha a su vez en otros dos distritos urbanos. “Sería ideal que lo dejaran, pero no es lo que buscamos. Acuden a nosotros desde la marginación, animados por asistentes sociales. Aquí mejora su calidad de vida y aumenta su autoestima. Es el primer paso”, asegura. Otras ciudades holandesas estudian ahora aplicar un plan similar.
“¿Qué comemos hoy, Gerrie?”, pregunta un coro de voces. Han venido todos, y mientras beben las dos primeras cervezas de la mañana, se crea un ambiente familiar. “Pensaba hacer macarrones”, contesta ella. “Muy bien, estupendo”, aprueban entre risas. Otras dos latas son para el almuerzo, cuando regresen del turno de limpieza. La quinta y última es de despedida. Al principio, algunos bebían en todas las pausas. Incluso llegaban borrachos. Con el tiempo, el tener asegurada una dosis mínima les ayuda a regularse. El resto del día, depende de ellos contenerse. Si bien el modelo es parecido al de la metadona para toxicómanos, en este caso es más fácil que tengan horas de lucidez para laborar.
“¿Quién me iba a decir que acabaría así?”, se pregunta René, de 49 años, que tuvo una decena de empleados a su cargo. Todavía sorprendido, habla de su esposa y dos hijas de 9 y 13 años. Otros dos chicos mayores son de otras relaciones. “Dirigía un negocio de limpieza de cristales y un café y poseía dos casas. El problema es que me hice correo de la droga, y es muy difícil salir de ese mundo. Mi mujer me dio a elegir y me fui. No podía abandonar la bebida y la droga, así que lo perdí todo. Ahora padezco enfisema y problemas circulatorios. Me han operado y he adelgazado mucho. Podría volver, pero aún no estoy bien. No quiero que las niñas me vean así. No me reconocerían”, dice de un tirón. De repente, mira fijo a su interlocutora y exclama: “Caramba, no lo había contado todo antes”.
El proyecto de Regenboog tiene su origen en uno parecido llevado a cabo con ciudadanos sin techo en Canadá. Allí la bebida regulada es vino. Los 18 del distrito Este de Ámsterdam tienen una casa de protección social o están a punto de obtener un piso. “¿Qué quiere que le diga que no haya oído? Tenía mujer e hijo y me quedé solo”, lamenta Peter, cerca de la cuarentena, mientras se pone la chaqueta fluorescente que les identifica como barrenderos. “Tomamos aquí la cena de Navidad. Son unas fechas muy malas para ellos”, asegura Gerrie, capaz de atenderles sin permitir que sientan lástima de sí mismos.
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