Pastillas para el dolor de vida
El uso de antidepresivos se ha disparado en toda Europa. En España o Reino Unido se ha doblado en 10 años. Se prescriben para la tristeza cotidiana o el duelo
El consumo de antidepresivos se ha disparado en España. Desde que se extendió el diagnóstico de la depresión y su prescripción en los centros de atención primaria en la década de los noventa, el uso de estos fármacos ha vivido una escalada constante. Su uso se ha doblado en una década. De las 30 dosis diarias por cada 1.000 habitantes registradas en el año 2000 se ha pasado a 64 en 2011, según los últimos datos de la OCDE. Y si ese incremento había sido progresivo —desde el gran salto provocado por la aparición y la popularización de medicamentos como la fluoxetina a finales de los ochenta—, desde el inicio de la crisis la escalada ha sido algo mayor. Entre 2008 y 2009 la venta en las farmacias de antidepresivos aumentó un 5,7%, y entre 2009 y 2010 un 7,5%; hasta los 37,8 millones de envases, según datos de la consultora de referencia del sector IMS Health. En 2012 se superaron, con mucho, los 38 millones.
La extensión del diagnóstico de lo que se considera una depresión, la medicalización del sufrimiento más cotidiano y la indicación de estos fármacos para otras patologías (como para algunos trastornos endocrinos o para la fibromialgia), son algunas de las razones con las que los expertos explican ese incremento que se ha producido, además, en toda Europa. Pero mientras su consumo no decae, la utilidad y la efectividad de estos medicamentos para combatir las depresiones leves y moderadas está en cuestión. EL PAÍS, junto a otros cinco grandes diarios que comparten el proyecto Europa —The Guardian, Le Monde, La Stampa, Gazeta Wyborcza, Süddeutsche Zeitung—, ha preguntado durante varias semanas a los lectores si han prescrito (a los sanitarios) o tomado antidepresivos, y si han funcionado. Más de 4.000 personas de Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España han aportado sus experiencias a través de un cuestionario online. La mayoría de ellos aseguran que los fármacos les han ayudado, aunque particularmente aquellos que los han acompañado de otro tipo de terapias.
En los últimos años varias investigaciones científicas han analizado la efectividad o el beneficio de los antidepresivos para combatir los síntomas leves o moderados de la depresión —para los severos no está en cuestión—. Las conclusiones han sido similares en todos ellos: por sí solos su eficacia es muy limitada. Así lo determinó, por ejemplo, un amplio estudio realizado en 2008 por investigadores británicos sobre tres de los principios activos que, aunque ya no lo son, eran los más vendidos en ese momento: fluoxetina (el popular Prozac, que durante años se denominó ‘la píldora de la felicidad’), venlafaxina (Efexor) y paroxetina (Serotax, conocida también como ‘píldora de la timidez’). El análisis, publicado en la revista Plos Medical, determinó que para aquellos pacientes que no tenían síntomas graves los antidepresivos eran igual de útiles que una pastillita de azúcar; es decir, un placebo. Otro trabajo más reciente —de este mes— realizado por expertos neozelandeses con los datos de 14.000 personas que consumieron antidepresivos durante más de un año determina que este tratamiento farmacológico no se traduce en una mejora a largo plazo en los pacientes con trastornos del estado de ánimo.
“Hay un consumo indicado por los médicos pero reclamado por el paciente para problemas relacionados con el sufrimiento y el dolor. Para afrontar un duelo, para paliar el malestar tras una ruptura amorosa, también para los problemas laborales”, apunta Eudoxia Gay, presidenta de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN). Los médicos, reconoce, los prescriben para afrontar estas realidades y también para los síntomas leves y moderados. Y estos fármacos, precisan desde el laboratorio Lilly —fabricante de algunos de ellos—, están indicados para el trastorno depresivo mayor. “Para ello sí son útiles. Pero, aunque hay que revisar caso a caso, para paliar el sufrimiento cotidiano, al igual que para los cuadros menores de ansiedad, son más eficaces otras terapias que mejoran y no cronifican el sufrimiento humano que tan mal se tolera hoy y al que se responde farmacologizándolo”, sigue Gay.
Ejemplo de ello es que al ritmo que han crecido los antidepresivos lo han hecho también los ansiolíticos (cuyo uso ha aumentado un 37,3% desde el año 2000 a 2011) y los medicamentos hipnóticos y sedantes, que se han incrementado un 66,2%, según un estudio de investigadores de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios. De hecho, un informe de la Junta de Andalucía resume que la depresión o los trastornos ansiosodepresivos son la tercera causa de consulta en Atención Primaria.
El psiquiatra Alberto Ortiz Lobo cree que bajo la etiqueta de ‘depresión’ se están patologizando emociones normales. Asegura que en los años noventa la industria farmacéutica y algunas sociedades médicas hicieron programas específicos y campañas de difusión para ayudar a detectar la depresión. “Desde entonces ha sido un no parar, porque se han ampliado los límites de lo que se considera una depresión. Ahora tras ese constructo, bajo ese paraguas, se mete cualquier sintomatología de tristeza o desánimo que se pueda tener, aunque sea sana, legítima y proporcionada”, dice. Tanto la detección actual de la depresión como la prescripción de antidepresivos, apunta, son parámetros que están lejos de las cifras de prevalencia de esta patología en la población general de los estudios epidemiológicos clásicos, que sostienen que afectaría a entre el 3% y el 9% de la población.
José Antonio Sacristán, director médico de Lilly España, apunta otros factores que podrían haber contribuido al aumento del uso de estos fármacos. “Primero que los actuales son más seguros y mejor tolerados que los primeros antidepresivos”, dice. Segundo, asegura, “que se ha demostrado su eficacia y han sido aprobados por las agencias reguladoras para el tratamiento de otras patologías mentales como los trastornos de ansiedad”.
En otros países, con algunas tímidas excepciones, como Holanda, la situación es similar. En Alemania, Bélgica o Reino Unido, el consumo de medicamentos indicados para este problema han aumentado tanto como en España. “Se suelen prescribir estos fármacos con mucha facilidad. Y muchas veces los pacientes piensan que si están medicándose y no les funciona es porque necesitan algo más fuerte, no porque quizá no estén deprimidos”, remarca Alain Vallée, psiquiatra en Nantes y uno de los más de un centenar de profesionales sanitarios que contestó a la encuesta puesta en marcha por los seis diarios europeos. La mayoría de ellos, como recoge The Guardian —que ha verificado y ha hecho un tratamiento a fondo de los datos—, sostiene que en gran parte de Europa hay una amplia “cultura de la prescripción”. Apuntan que los antidepresivos son un buen recurso, y necesario, para tratar la depresión severa pero también hablan de su frustración para abordar los casos leves o moderados debido a los escasos recursos, tanto de tiempo como de disponibilidad de otras terapias.
En España, el grueso de la prescripción de antidepresivos se realiza en atención primaria. De hecho, solo el 30% de estos fármacos se recetan por un especialista. Los recursos no son, ni mucho menos, abundantes: en la sanidad pública hay menos de seis profesionales sanitarios especializados en salud mental (psicólogos clínicos o psiquiatras) por cada 100.000 habitantes. Esta cifra, apunta Carlos Mur, director científico de la Estrategia Nacional de Salud Mental del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, no es crítica pero está lejos de la de países como los nórdicos. En Suecia, por ejemplo, hay casi el doble.
Mur —que cree que más que un aumento de personal, lo que hace falta es una mejor gestión del que hay— aclara que esa cifra se obtiene por estimación. No hay datos oficiales que permitan contabilizar de manera clara los servicios de salud mental que hay en el país, aunque la estrategia que coordina está realizando un estudio para poder dibujar un mapa claro. Un estudio de la Asociación Española de Neuropsiquiatría de 2010 hablaba de datos similares a los que menciona Mur, pero mostraba también otro ángulo importante: la gran diferencia entre comunidades autónomas. Un ejemplo: en Galicia contabilizaron 2,30 psiquiatras trabajando para la sanidad pública por cada 100.000 habitantes, en Asturias 5,20.
Laura Crespo tomó antidepresivos durante más de seis meses. Su médico de cabecera se los recetó cuando diagnosticaron cáncer a su madre. “En su momento la medicación me ayudó. No levantaba cabeza, estaba tristísima y necesitaba sobreponerme rápido para poder asumir con ella el tratamiento; para poderla acompañar y sostener”, cuenta. No hizo otra terapia. “La verdad es que prefería el tratamiento con fármacos”, reconoce. Carlos R. acudió al centro de salud porque estaba triste y desganado. “Estaba deprimido…”, resume. “Me recetaron antidepresivos pero después, por mi cuenta, decidí ir al psicólogo. Creo que eso fue lo que más me ayudó aunque estuve combinando ambas cosas hasta que dejé progresivamente la medicación”, cuenta. En su caso fueron problemas laborales y familiares los que le provocaron el sufrimiento. “Sigo yendo al psicólogo, aunque hemos espaciado las visitas”, dice.
- Bob tomó un tipo de estos fármacos durante tres años. Dejó de hacerlo por el efecto que tenían en su vida diaria. “Al principio me sentí mejor, pero a la larga me volví una persona que no tenía emociones ni sentimientos”, cuenta a través del cuestionario online.
- Megan cuenta cómo los fármacos no le devolvieron la felicidad. “Pero me sacaron de la oscuridad y me permitieron ver con perspectiva mi problema”, dice. En su caso, su problema lo causaba la enfermedad de su madre y sus dificultades laborales.
“Aunque en algunos casos pueden ayudar a superar una situación puntual, los fármacos no van a dar solución a las depresiones o problemas cuyo origen es social o psicológico. Son fármacos, además, que aunque se han perfeccionado mucho, tienen efectos adversos y su tratamiento no se puede discontinuar así como así”, aclara Mur. Este experto, que además, es gerente de un instituto psiquiátrico de Leganés (Madrid), asegura que son cada vez más los médicos de atención primaria que derivan a los servicios de salud mental —aunque la gran mayoría ya llevan pautado el tratamiento farmacológico— y que recomiendan otras terapias que pueden ayudar a superar el problema o a lograr mayor bienestar. “Está ganando terreno la psicoterapia y opciones como el Yoga o el Mindfullness”, dice.
A Adrián, funcionario de 43 años, el médico le recomendó varios libros y a Lucía, de 17, la derivaron a la consulta de salud mental de su ambulatorio. “Allí, la psicóloga me dijo que viera varias películas, todas protagonizadas por mujeres; la idea era que tomase referentes”, cuenta. El psicólogo Antoni Bolinches, que ha escrito varios libros de autoayuda como Tú y yo somos seis o Peter Pan puede crecer, expone que en las depresiones leves o moderadas los fármacos tratan los síntomas pero no la causa. Por eso, a veces, cuando el tratamiento acaba el problema sigue ahí. “Las depresiones exógenas o reactivas, es decir aquellas que vienen de fuera, de algo que te está afectando o que te ha sucedido, deberían tratarse sobre todo, o también, psicológicamente. Porque si el paciente aprende a llevar bien el problema obtiene el doble de beneficio: lo supera pero además aprende”, dice. Sin embargo, reconoce que hay personas que prefieren tomar medicación. “Hemos creado un modelo social en el que no estamos acostumbrados al esfuerzo y a las dificultades, por eso recurrimos a la farmacología”, dice.
Gema (que prefiere no dar su apellido) explica que estuvo tomando primero ansiolíticos y después antidepresivos casi un año. “En mi caso se me juntó todo: el fallecimiento de mi padre, problemas en el trabajo y en mi relación. Hablé con el médico porque estaba fatal y me los recetó. Ahora estoy mejor, me siento más fuerte para afrontar las cosas. La verdad, si hay algo que me puede ayudar no sé porque no lo iba a usar”, incide.
El psiquiatra Alberto Ortiz Lobo explica que los fármacos para tratar la depresión inducen ciertos estados psicológicos. “Suelen producir un distanciamiento emocional, para bien o para mal, de lo que está pasando. Si estoy tristísimo eso me viene bien, pero ya no vivo tan intensamente. Eso, por ejemplo, provoca una pérdida de deseo sexual o una lejanía de otras cosas”, matiza.
Este experto cree que una de las dificultades que afrontan los médicos ante los síntomas que se podrían definir como depresivos leves o moderados es la de saber dónde está el límite entre la normalidad y la patología. “Para ello hay que hacer una evaluación del individuo, se necesita tiempo y también un seguimiento”, expone. A veces ninguna de las dos partes lo tienen fácil para sacar ese hueco.
Mur explica que dentro de la revisión de la Estrategia de Salud Mental, que se está haciendo ahora, hay varias líneas destinadas a mejorar la colaboración y la interacción entre la Primaria y la atención especializada. Con ello se mejorará la atención de esta patología, apunta. Reconoce, sin embargo, que el texto que coordina y que sirve de pauta para abordar los trastornos mentales se centra sobre todo en los graves. “El abordaje de los síntomas leves o moderados de depresión es una asignatura pendiente a pesar de que es un problema social creciente”, dice.
La extensión del diagnóstico de lo que se considera una depresión, la medicalización del sufrimiento más cotidiano y la indicación de estos fármacos para otras patologías (como para algunos trastornos endocrinos o para la fibromialgia), son algunas de las razones con las que los expertos explican ese incremento que se ha producido, además, en toda Europa. Pero mientras su consumo no decae, la utilidad y la efectividad de estos medicamentos para combatir las depresiones leves y moderadas está en cuestión. EL PAÍS, junto a otros cinco grandes diarios que comparten el proyecto Europa —The Guardian, Le Monde, La Stampa, Gazeta Wyborcza, Süddeutsche Zeitung—, ha preguntado durante varias semanas a los lectores si han prescrito (a los sanitarios) o tomado antidepresivos, y si han funcionado. Más de 4.000 personas de Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España han aportado sus experiencias a través de un cuestionario online. La mayoría de ellos aseguran que los fármacos les han ayudado, aunque particularmente aquellos que los han acompañado de otro tipo de terapias.
En los últimos años varias investigaciones científicas han analizado la efectividad o el beneficio de los antidepresivos para combatir los síntomas leves o moderados de la depresión —para los severos no está en cuestión—. Las conclusiones han sido similares en todos ellos: por sí solos su eficacia es muy limitada. Así lo determinó, por ejemplo, un amplio estudio realizado en 2008 por investigadores británicos sobre tres de los principios activos que, aunque ya no lo son, eran los más vendidos en ese momento: fluoxetina (el popular Prozac, que durante años se denominó ‘la píldora de la felicidad’), venlafaxina (Efexor) y paroxetina (Serotax, conocida también como ‘píldora de la timidez’). El análisis, publicado en la revista Plos Medical, determinó que para aquellos pacientes que no tenían síntomas graves los antidepresivos eran igual de útiles que una pastillita de azúcar; es decir, un placebo. Otro trabajo más reciente —de este mes— realizado por expertos neozelandeses con los datos de 14.000 personas que consumieron antidepresivos durante más de un año determina que este tratamiento farmacológico no se traduce en una mejora a largo plazo en los pacientes con trastornos del estado de ánimo.
“Hay un consumo indicado por los médicos pero reclamado por el paciente para problemas relacionados con el sufrimiento y el dolor. Para afrontar un duelo, para paliar el malestar tras una ruptura amorosa, también para los problemas laborales”, apunta Eudoxia Gay, presidenta de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN). Los médicos, reconoce, los prescriben para afrontar estas realidades y también para los síntomas leves y moderados. Y estos fármacos, precisan desde el laboratorio Lilly —fabricante de algunos de ellos—, están indicados para el trastorno depresivo mayor. “Para ello sí son útiles. Pero, aunque hay que revisar caso a caso, para paliar el sufrimiento cotidiano, al igual que para los cuadros menores de ansiedad, son más eficaces otras terapias que mejoran y no cronifican el sufrimiento humano que tan mal se tolera hoy y al que se responde farmacologizándolo”, sigue Gay.
Ejemplo de ello es que al ritmo que han crecido los antidepresivos lo han hecho también los ansiolíticos (cuyo uso ha aumentado un 37,3% desde el año 2000 a 2011) y los medicamentos hipnóticos y sedantes, que se han incrementado un 66,2%, según un estudio de investigadores de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios. De hecho, un informe de la Junta de Andalucía resume que la depresión o los trastornos ansiosodepresivos son la tercera causa de consulta en Atención Primaria.
El psiquiatra Alberto Ortiz Lobo cree que bajo la etiqueta de ‘depresión’ se están patologizando emociones normales. Asegura que en los años noventa la industria farmacéutica y algunas sociedades médicas hicieron programas específicos y campañas de difusión para ayudar a detectar la depresión. “Desde entonces ha sido un no parar, porque se han ampliado los límites de lo que se considera una depresión. Ahora tras ese constructo, bajo ese paraguas, se mete cualquier sintomatología de tristeza o desánimo que se pueda tener, aunque sea sana, legítima y proporcionada”, dice. Tanto la detección actual de la depresión como la prescripción de antidepresivos, apunta, son parámetros que están lejos de las cifras de prevalencia de esta patología en la población general de los estudios epidemiológicos clásicos, que sostienen que afectaría a entre el 3% y el 9% de la población.
José Antonio Sacristán, director médico de Lilly España, apunta otros factores que podrían haber contribuido al aumento del uso de estos fármacos. “Primero que los actuales son más seguros y mejor tolerados que los primeros antidepresivos”, dice. Segundo, asegura, “que se ha demostrado su eficacia y han sido aprobados por las agencias reguladoras para el tratamiento de otras patologías mentales como los trastornos de ansiedad”.
En otros países, con algunas tímidas excepciones, como Holanda, la situación es similar. En Alemania, Bélgica o Reino Unido, el consumo de medicamentos indicados para este problema han aumentado tanto como en España. “Se suelen prescribir estos fármacos con mucha facilidad. Y muchas veces los pacientes piensan que si están medicándose y no les funciona es porque necesitan algo más fuerte, no porque quizá no estén deprimidos”, remarca Alain Vallée, psiquiatra en Nantes y uno de los más de un centenar de profesionales sanitarios que contestó a la encuesta puesta en marcha por los seis diarios europeos. La mayoría de ellos, como recoge The Guardian —que ha verificado y ha hecho un tratamiento a fondo de los datos—, sostiene que en gran parte de Europa hay una amplia “cultura de la prescripción”. Apuntan que los antidepresivos son un buen recurso, y necesario, para tratar la depresión severa pero también hablan de su frustración para abordar los casos leves o moderados debido a los escasos recursos, tanto de tiempo como de disponibilidad de otras terapias.
En España, el grueso de la prescripción de antidepresivos se realiza en atención primaria. De hecho, solo el 30% de estos fármacos se recetan por un especialista. Los recursos no son, ni mucho menos, abundantes: en la sanidad pública hay menos de seis profesionales sanitarios especializados en salud mental (psicólogos clínicos o psiquiatras) por cada 100.000 habitantes. Esta cifra, apunta Carlos Mur, director científico de la Estrategia Nacional de Salud Mental del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, no es crítica pero está lejos de la de países como los nórdicos. En Suecia, por ejemplo, hay casi el doble.
Mur —que cree que más que un aumento de personal, lo que hace falta es una mejor gestión del que hay— aclara que esa cifra se obtiene por estimación. No hay datos oficiales que permitan contabilizar de manera clara los servicios de salud mental que hay en el país, aunque la estrategia que coordina está realizando un estudio para poder dibujar un mapa claro. Un estudio de la Asociación Española de Neuropsiquiatría de 2010 hablaba de datos similares a los que menciona Mur, pero mostraba también otro ángulo importante: la gran diferencia entre comunidades autónomas. Un ejemplo: en Galicia contabilizaron 2,30 psiquiatras trabajando para la sanidad pública por cada 100.000 habitantes, en Asturias 5,20.
Laura Crespo tomó antidepresivos durante más de seis meses. Su médico de cabecera se los recetó cuando diagnosticaron cáncer a su madre. “En su momento la medicación me ayudó. No levantaba cabeza, estaba tristísima y necesitaba sobreponerme rápido para poder asumir con ella el tratamiento; para poderla acompañar y sostener”, cuenta. No hizo otra terapia. “La verdad es que prefería el tratamiento con fármacos”, reconoce. Carlos R. acudió al centro de salud porque estaba triste y desganado. “Estaba deprimido…”, resume. “Me recetaron antidepresivos pero después, por mi cuenta, decidí ir al psicólogo. Creo que eso fue lo que más me ayudó aunque estuve combinando ambas cosas hasta que dejé progresivamente la medicación”, cuenta. En su caso fueron problemas laborales y familiares los que le provocaron el sufrimiento. “Sigo yendo al psicólogo, aunque hemos espaciado las visitas”, dice.
Experiencias europeas diversas
Más de 4.000 europeos que toman o tomaron antidepresivos contaron su caso en la encuesta puesta en marcha por EL PAÍS y otros cinco medios europeos —The Guardian, Le Monde, La Stampa, Gazeta Wyborcza, Süddeutsche Zeitung—. La mayoría cree que les ayudaron; otros que sin otras terapias no hubieran servido. También hay experiencias negativas. Dos ejemplos:- Bob tomó un tipo de estos fármacos durante tres años. Dejó de hacerlo por el efecto que tenían en su vida diaria. “Al principio me sentí mejor, pero a la larga me volví una persona que no tenía emociones ni sentimientos”, cuenta a través del cuestionario online.
- Megan cuenta cómo los fármacos no le devolvieron la felicidad. “Pero me sacaron de la oscuridad y me permitieron ver con perspectiva mi problema”, dice. En su caso, su problema lo causaba la enfermedad de su madre y sus dificultades laborales.
“Aunque en algunos casos pueden ayudar a superar una situación puntual, los fármacos no van a dar solución a las depresiones o problemas cuyo origen es social o psicológico. Son fármacos, además, que aunque se han perfeccionado mucho, tienen efectos adversos y su tratamiento no se puede discontinuar así como así”, aclara Mur. Este experto, que además, es gerente de un instituto psiquiátrico de Leganés (Madrid), asegura que son cada vez más los médicos de atención primaria que derivan a los servicios de salud mental —aunque la gran mayoría ya llevan pautado el tratamiento farmacológico— y que recomiendan otras terapias que pueden ayudar a superar el problema o a lograr mayor bienestar. “Está ganando terreno la psicoterapia y opciones como el Yoga o el Mindfullness”, dice.
A Adrián, funcionario de 43 años, el médico le recomendó varios libros y a Lucía, de 17, la derivaron a la consulta de salud mental de su ambulatorio. “Allí, la psicóloga me dijo que viera varias películas, todas protagonizadas por mujeres; la idea era que tomase referentes”, cuenta. El psicólogo Antoni Bolinches, que ha escrito varios libros de autoayuda como Tú y yo somos seis o Peter Pan puede crecer, expone que en las depresiones leves o moderadas los fármacos tratan los síntomas pero no la causa. Por eso, a veces, cuando el tratamiento acaba el problema sigue ahí. “Las depresiones exógenas o reactivas, es decir aquellas que vienen de fuera, de algo que te está afectando o que te ha sucedido, deberían tratarse sobre todo, o también, psicológicamente. Porque si el paciente aprende a llevar bien el problema obtiene el doble de beneficio: lo supera pero además aprende”, dice. Sin embargo, reconoce que hay personas que prefieren tomar medicación. “Hemos creado un modelo social en el que no estamos acostumbrados al esfuerzo y a las dificultades, por eso recurrimos a la farmacología”, dice.
Gema (que prefiere no dar su apellido) explica que estuvo tomando primero ansiolíticos y después antidepresivos casi un año. “En mi caso se me juntó todo: el fallecimiento de mi padre, problemas en el trabajo y en mi relación. Hablé con el médico porque estaba fatal y me los recetó. Ahora estoy mejor, me siento más fuerte para afrontar las cosas. La verdad, si hay algo que me puede ayudar no sé porque no lo iba a usar”, incide.
El psiquiatra Alberto Ortiz Lobo explica que los fármacos para tratar la depresión inducen ciertos estados psicológicos. “Suelen producir un distanciamiento emocional, para bien o para mal, de lo que está pasando. Si estoy tristísimo eso me viene bien, pero ya no vivo tan intensamente. Eso, por ejemplo, provoca una pérdida de deseo sexual o una lejanía de otras cosas”, matiza.
Este experto cree que una de las dificultades que afrontan los médicos ante los síntomas que se podrían definir como depresivos leves o moderados es la de saber dónde está el límite entre la normalidad y la patología. “Para ello hay que hacer una evaluación del individuo, se necesita tiempo y también un seguimiento”, expone. A veces ninguna de las dos partes lo tienen fácil para sacar ese hueco.
Mur explica que dentro de la revisión de la Estrategia de Salud Mental, que se está haciendo ahora, hay varias líneas destinadas a mejorar la colaboración y la interacción entre la Primaria y la atención especializada. Con ello se mejorará la atención de esta patología, apunta. Reconoce, sin embargo, que el texto que coordina y que sirve de pauta para abordar los trastornos mentales se centra sobre todo en los graves. “El abordaje de los síntomas leves o moderados de depresión es una asignatura pendiente a pesar de que es un problema social creciente”, dice.
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