Elogio del copago
Disuadir la demanda innecesaria o reducirla, o sea, evitar o disminuir el despilfarro es el fin principal de este sistema, aunque puede causar perjuicios y penalizar a los ancianos y enfermos crónicos
Uno. El seguro de enfermedad, privado o público (Sistema Nacional de Salud), produce un efecto perverso característico, mezcla de despreocupación y abuso, denominado por los americanos moral hazard, riesgo moral: una vez que los individuos están asegurados o cubiertos por la sanidad pública, consumen más asistencia de la que consumirían sin seguro y más de la necesaria. Dicho de otro modo, el saberse protegido y con acceso ilimitado a la asistencia modifica sustancialmente el comportamiento de las personas (aparece el, diría, síndrome de barra libre) y determina automáticamente un aumento de la demanda médica innecesaria, sin consecuencias beneficiosas en la salud. Puede afirmarse que cualquier seguro de enfermedad lleva intrínseco un incentivo al mal uso del propio seguro por el asegurado, en especial los sistemas públicos de libre acceso universal, que, dependientes de circunstancias e ideologías políticas, a menudo, hacen incluso alardes de gratuidad que anestesian la conciencia de coste de los ciudadanos.
Dos. La participación del usuario o copago nace para impedir o al menos moderar el moral hazard. A través del bolsillo del asegurado o del ciudadano en la asistencia pública, el copago pretende avivar la prudencia de aquel en sus decisiones de consumo y conciliar, en cierto modo, el seguro de enfermedad con la desaprensión. “Idealmente, los pacientes sopesarán el coste de su bolsillo frente al esperado beneficio, y solo utilizarán la asistencia precisa” (Rubin y Mendelson). Disuadir la demanda innecesaria o reducirla, o sea evitar o disminuir el despilfarro es el fin principal del copago, un fin que se complementa con otros dos derivados y secundarios: obtener recursos financieros adicionales (pocos: la recaudación por copago es en general corta) y contribuir a la orientación del consumo hacia servicios coste-efectivos, por ejemplo, en un sistema de copago modulado, su supresión en determinados actos (vacunaciones, control de la tensión arterial), o su reducción en los medicamentos más eficientes, podría animar la prevención o mejorar los tratamientos farmacológicos.
Tres. El uso del copago es literalmente universal. En Europa (todos los países, incluidos los adelantados en políticas sociales, como Suecia o Noruega) en América (Canadá, EE UU), en Asia (China, Japón, Singapur, etcétera) y en Oceanía (Australia, Hawai, Nueva Zelanda) la participación del usuario está incorporada desde hace largo tiempo a los sistemas públicos y a la sanidad privada, con las naturales diferencias nacionales de formas y cifras.
En España, se reduce a la prestación farmacéutica y, dentro de esta, a las personas en activo y sus familiares, que han de abonar el 40% del precio de las medicinas. Todos los pensionistas están exentos, seguramente más por motivos políticos que por su mayor necesidad de medicamentos y, la mayoría, escasa renta. Solo el horizonte de votos posibles explica que una persona activa con un sueldo bajo e hijos pequeños (también grandes consumidores de asistencia) pague el 40%, y los jubilados con pensiones superiores, más altas que el sueldo del activo, no paguen nada. El grupo de los pensionistas, que supone el 22% de los beneficiarios del Sistema Nacional, causa el 78% del gasto farmacéutico; en los activos, los porcentajes se invierten: el 78% de los beneficiarios y el 22% del gasto (indicadores de la prestación farmacéutica, Insalud, 2001).
Cuatro. El copago es muy eficaz. Decenas de rigurosos trabajos científicos evidencian la notable eficacia del copago. “La bibliografía es unánime en su conclusión: el copago produce una disminución del uso” (Rice y Morrison). Concretamente, el estudio más relevante, Health insurance experiment, financiado por EE UU y realizado por la Rand Corporation durante cinco años, de 1974 a 1979, con 17.000 personas por año en seis distintas zonas de ese país y que constituye ya una clásica referencia de autoridad, verificó que “todos los tipos de servicio (visitas al médico, hospitalizaciones, prescripciones, visitas al dentista, asistencia mental) descienden con el copago y que este menor uso de los servicios no ha tenido ninguna o muy escasas consecuencias adversas claras en la salud de la persona corriente, normal; incluso los días inactivos descendieron con el aumento del copago”.
Cinco. El economista americano Victor Fuchs afirma que solo hay una vía para contener los gastos asistenciales, y lo explica con esta ecuación: gasto sanitario total = cantidad de recursos consumidos por acto médico (radiografías, análisis, consultas, medicamentos, etcétera) u precio de estos recursos u cantidad de actos médicos. El primer término crece de modo indetenible alentado por los continuos avances tecnológicos y del conocimiento científico; el segundo término, el precio, puede refrenarse temporalmente, pero la tendencia a subir rebrota pronto. Queda, pues, el tercer término de la ecuación como “único camino viable”, dice Fuchs, para moderar el gasto: más pronto o más tarde será necesario disminuir el número de servicios, o sea, de actos médicos. Disuadir la demanda innecesaria, aplicar el copago, sería el primer paso forzoso.
Seis. El copago puede causar perjuicios. El informe de la Rand Corporation antes citado que evidencia la eficacia del copago consigna también que la salud “fue adversamente afectada entre los enfermos pobres” y de algún modo penalizados los ancianos y enfermos crónicos. Pero cabe suprimir o mitigar mucho tales daños con un copago modulado según la renta, la condición de la enfermedad o el coste / efectividad de los fármacos y procedimientos clínicos. La larga experiencia del copago en muchos países enseña que es posible un copago casi inocuo. El copago actúa como todos los medicamentos útiles: la actividad terapéutica va inevitablemente acompañada de efectos secundarios indeseables que obligan a tomar precauciones o administrarlos cuidadosamente, pero no por ello sería sensato desecharlos.
Siete. Ninguno de los políticos españoles que quieren convertir al copago en el villano sanitario habla, ni siquiera cita, la aflicción que padecen los enfermos en lista de espera, el retraso en ser diagnosticados o en recibir tratamiento con consecuencias para la salud lamentables y a veces muy graves, tanto o más que las que puede causar el copago, y sin modo de paliarlas.
En los sistemas de salud pública de libre acceso universal, como el español, se ha suprimido el precio en el momento del servicio y la asignación de los siempre escasos recursos (servicios médicos) entre los numerosos demandantes ha de hacerse por el tiempo de espera. Las listas de espera no son por consiguiente un fallo, si no un mecanismo esencial de dichos sistemas. Sin el tiempo de espera que regula la demanda no podrían funcionar. Pero los políticos no esperan: son atendidos en el acto por la sanidad pública, como lo son los acomodados por la sanidad privada. Solo los menos favorecidos sufren la espera, de modo que no es exagerado decir que los sistemas de salud de acceso universal a precio cero en el momento de la asistencia son sostenidos por el dolor de los pobres que esperan. Pero este es un hecho invisible para la sociedad (los mismos políticos escandalizados por el copago se cuidan de ocultar las cifras de las listas de espera) y los votos no lo sienten. El clamor contra el copago, sin embargo, es oído y agradecido popularmente.
Ocho. Desde luego, el copago no es una bala de plata capaz de acabar con los males de un sistema, nuestro sistema, en crisis permanente (nunca fue viable: todos los años, desde el primero, generó deuda) y ahora, invertebrado, con recortes, falto de equidad y politizado, está en clara decadencia. El Sistema Nacional de Salud requiere una reforma profunda y rápida que se plasme, como pide Javier Rey del Castillo, en una nueva ley general de sanidad.
Enrique Costas Lombardía es economista y fue vicepresidente de la Comisión Abril.
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