Economía geriátrica
La población española se reduce y envejece. No es un fenómeno exclusivamente español, pero es en este país uno en los que ambos fenómenos son más rápidos. Las proyecciones demográficas que acaba de hacer públicas el INE para la próxima década son inquietantes. La natalidad desciende y por primera vez desde la Guerra Civil se anticipa que habrá más defunciones que nacimientos. La esperanza de vida de los españoles, que ya era desde hace tiempo una de las más largas del mundo, seguirá ampliándose, hasta el punto de que en 2022 será de 87 años para las mujeres y de 81,8 años para los varones; 2,5 y 1,9 años más que la esperanza de vida actual. En 2022 serán 9,7 millones de personas los que tengan más de 64 años, 1,5 millones más que ahora.
Las consecuencias económicas de una evolución tal no pueden pasarse por alto. Aunque esa misma ampliación de la longevidad sea una expresión de las mejores condiciones de vida de la población, la reducción en el número de personas en edad de trabajar plantea problemas de gran significación. Por muy productivos que sean los que estén en activo, el valor de lo que produzcan será decreciente. Es necesario, por tanto, plantearse, como en algunos países ya han empezado a hacerlo, la necesidad de contar con flujos de trabajadores que garanticen la generación de rentas suficientes. Entre otras cosas para que los mayores sigan disfrutando del mismo nivel de vida.
Otras consecuencias tienen que ver con las necesidades de esos grupos de elevada edad que pasarán a ser mayoritarios. Desde alimentación a servicios financieros, la demanda de esos grupos será significativamente intensa y distinta. Por ello, la oferta de las empresas y de los servicios públicos deberá llevar a cabo una adaptación importante. No tardarán en aparecer ofertas cada día más específicas destinadas a esos segmentos de población. El sector financiero deberá adecuar su oferta a especificaciones como la aversión al riesgo o la alfabetización financiera de esos segmentos de mayores, a la sazón los que más riqueza financiera habrán acumulado. No menos importante será que los mayores mantengan la tensión por la inclusión tecnológica, por el manejo de las facilidades que la sociedad de la información pone a disposición de todos, pero que la realidad ha convertido en principales destinatarias de los jóvenes. Los servicios públicos, desde la más obvia mejora de la sanidad hasta el transporte o las exigencias urbanísticas, serán consideraciones importantes.
Al mismo tiempo será necesario que las propias organizaciones internas de las empresas revisen aspectos básicos, como la permanencia y funcionalidad de esas personas ahora consideradas mayores. La prolongación de la vida laboral ya no será una exigencia impuesta únicamente por la viabilidad de los sistemas públicos de pensiones, sino por la propia supervivencia empresarial en no pocos casos. La flexibilidad de horarios y dedicaciones deberá hacerse compatible con la no menos importante necesidad de aprovechar experiencias y capacidades que no están sometidas a la misma obsolescencia que hasta ahora.
Son retos que deberían ocupar la atención de todos, de los políticos de forma destacada. La salida de esta crisis puede ser la oportunidad para no replicar viejos patrones, sino considerar las exigencias que a la vuelta de la esquina tendrá el grupo mayoritario de españoles.
Las consecuencias económicas de una evolución tal no pueden pasarse por alto. Aunque esa misma ampliación de la longevidad sea una expresión de las mejores condiciones de vida de la población, la reducción en el número de personas en edad de trabajar plantea problemas de gran significación. Por muy productivos que sean los que estén en activo, el valor de lo que produzcan será decreciente. Es necesario, por tanto, plantearse, como en algunos países ya han empezado a hacerlo, la necesidad de contar con flujos de trabajadores que garanticen la generación de rentas suficientes. Entre otras cosas para que los mayores sigan disfrutando del mismo nivel de vida.
Otras consecuencias tienen que ver con las necesidades de esos grupos de elevada edad que pasarán a ser mayoritarios. Desde alimentación a servicios financieros, la demanda de esos grupos será significativamente intensa y distinta. Por ello, la oferta de las empresas y de los servicios públicos deberá llevar a cabo una adaptación importante. No tardarán en aparecer ofertas cada día más específicas destinadas a esos segmentos de población. El sector financiero deberá adecuar su oferta a especificaciones como la aversión al riesgo o la alfabetización financiera de esos segmentos de mayores, a la sazón los que más riqueza financiera habrán acumulado. No menos importante será que los mayores mantengan la tensión por la inclusión tecnológica, por el manejo de las facilidades que la sociedad de la información pone a disposición de todos, pero que la realidad ha convertido en principales destinatarias de los jóvenes. Los servicios públicos, desde la más obvia mejora de la sanidad hasta el transporte o las exigencias urbanísticas, serán consideraciones importantes.
Al mismo tiempo será necesario que las propias organizaciones internas de las empresas revisen aspectos básicos, como la permanencia y funcionalidad de esas personas ahora consideradas mayores. La prolongación de la vida laboral ya no será una exigencia impuesta únicamente por la viabilidad de los sistemas públicos de pensiones, sino por la propia supervivencia empresarial en no pocos casos. La flexibilidad de horarios y dedicaciones deberá hacerse compatible con la no menos importante necesidad de aprovechar experiencias y capacidades que no están sometidas a la misma obsolescencia que hasta ahora.
Son retos que deberían ocupar la atención de todos, de los políticos de forma destacada. La salida de esta crisis puede ser la oportunidad para no replicar viejos patrones, sino considerar las exigencias que a la vuelta de la esquina tendrá el grupo mayoritario de españoles.
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