Mis respetos
Me pregunto si, después de todos estos años, en pos de perderle el miedo, no hemos terminado por creer que el sida es solo una gripe
Leo que a Michael Johnson, 22 años, universitario, estadounidense, se le acusa de haber contagiado VIH a 31 varones jóvenes, teniendo con ellos relaciones sexuales sin protección y sin informarles de que era portador del virus. Pertenezco a una generación que, si no nació al sexo con el VIH en el horizonte, sí creció sabiendo que un revolcón sin preservativo podía ser el comienzo de ciertos, digamos, inconvenientes. No había manera de olvidarlo: en los ochenta, en los noventa, la televisión, la radio, las revistas, machacaban con la importancia de usar preservativo, y supongo que machacaron bien, porque la epidemia se retrajo. Pero leo la historia del señor Johnson que, usando solo seducción y carne de su carne, esparció psicóticamente el virus entre decenas de personas, y me digo que algo anda muy mal cuando 31 varones de una generación que imagino joven e informada accedieron a tener sexo con un desconocido —al que contactaban a través de Twitter y Facebook—, en pelo, crudos: sin preservativo. Contagiarse el VIH ya no implica, como hace dos décadas, casi una sentencia de muerte. Gracias a los cócteles, mucha gente vive con el virus tal como se vive con otras enfermedades crónicas. Pero, aun así, los medicamentos producen cantidad de efectos colaterales (que se mencionan poco) y, hasta donde sé, cada vez que alguien debe modificar la combinación de drogas (porque la anterior ha perdido efectividad), se enfrenta con angustia a esos cambios, que suponen complicaciones. Me pregunto si, después de todos estos años, en pos de perderle el miedo —que está muy bien—, no hemos terminado por creer que el VIH es, de verdad, una gripe. Si no hemos terminado por banalizar uno de los virus más temibles de nuestra época, recordándolo en toda su severidad solo en el Día Mundial de la Lucha contra el Sida. Si, en el afán de perderle el miedo, no le hemos perdido, también, el respeto.
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