TRIBUNA
Que no se convierta a los médicos cubanos en chivos expiatorios
Los extranjeros contratados por el Gobierno de Dilma Rousseff han recibido insultos y agresiones
Los primeros médicos extranjeros que han llegado a Brasil convocados por el programa Más Médicos —que actúa en las zonas más pobres del país— han recibido insultos y agresiones.
No ha debido ser agradable para los médicos cubanos ser recibidos al grito de “¡Esclavos, esclavos!”. O que a un grupo de mujeres las insulten bajo el grito de “Parecen chachas”. Tiene razón el ministro de Sanidad, Alexandre Padilha, cuando califica las agresiones de “xenofobia”.
Los sindicatos de médicos podrán tener sus razones para criticar las contrataciones y tildarlas de electoralistas. Podrán alegar que Brasil, con sus 400.000 profesionales de la medicina, no necesita 4.000 médicos cubanos, sino un cambio en la política de sanidad pública. O que a esos doctores extranjeros no se les exija la “reválida” para trabajar aquí, como exige la ley brasileña.
Quizá tengan razón de preguntar por qué ahora, cuando ruge la calle a favor de mejores servicios de sanidad, el gobierno del Partido de los Trabajadores ha sentido la urgencia de contratar médicos extranjeros de pisa y corre y sin una amplia discusión con la clase médica y la sociedad. Y por qué sólo ahora, después de 12 años de gobiernos del PT, ha descubierto que hay más de 700 ciudades del interior del país sin acceso a médicos.
Es justo que se le pregunte al Gobierno por qué no analizó antes la resistencia de los médicos brasileños a ir a trabajar en esos lugares pobres donde el Estado no se ha preocupado, al parecer, de ofrecerles estructuras médicas adecuadas.
Todo ello es justo y legítimo en un país con libertad de expresión y de crítica como Brasil.
Es injusto, sin embargo, que sean esos médicos extranjeros, y sobre todo los cubanos, que llegaron alegres y ondeando la bandera de Brasil, se estén convirtiendo en chivos expiatorios.
Tuvo toda la razón el médico cubano Juan Delgado de 49 años, que al ser abucheado en Fortaleza dijo: “Estamos yendo donde vuestros médicos no quieren ir”, es decir a los lugares más pobres y desamparados sanitariamente.
Llevaba razón cuando rechazó el calificativo de “esclavos” que les echaron en cara. “Seremos sólo esclavos de la salud, de los enfermos al lado de los que estaremos todo el tiempo necesario”.
En estos casos, en los que razones políticas pueden cruzarse con razones de conciencia, nadie tiene el derecho de juzgar las intenciones de esos médicos llegados a Brasil donde, como ellos mismos dicen, “no vamos a robar el trabajo a nadie porque trabajaremos donde los brasileños no quieren ir”.
Cada uno de esos médicos o médicas, unos jóvenes, quizás en busca de aventura, otros incluso ya jubilados en su país y que desean dar una mano a gente necesitada de ayuda, llega con una historia en su corazón.
Puede que algunos hayan elegido Brasil porque aman el sol y el calor humano de su gente, o porque desean vivir en un país en democracia, respirar una bocanada de libertad que ellos no conocen.
Podrían llegar con la esperanza secreta, justísima, de encontrar aquí refugio político, a pesar de que el Gobierno ya se ha anticipado en advertir que no podrán pedir asilo, una prohibición que podría discutirse si es constitucional.
Y han tenido toda la razón de protestar por haberles colocado, en Brasilia al llegar, en un cuartel del Ejército durmiendo juntos como soldados, en una sala donde no tienen la libertad ni las posibilidades de estudiar de noche para prepararse al examen que tendrán que pasar en tres semanas de cursos intensivos antes de saber si podrán o no ser admitidos a trabajar.
No se equivocan cuando afirman estar seguros que serán recibidos con un aplauso por las personas que habitan en los lugares donde irán a trabajar. Los brasileños tienen, en efecto, una gran tradición de hospitalidad y de respeto por las diferencias.
Que la política siga su cauce, que cada uno defienda sus derechos, pero que a esos médicos, que arrastran con sus maletas de emigrantes historias secretas de amor y de dolor, no se les convierta en injustos chivos expiatorios.
No ha debido ser agradable para los médicos cubanos ser recibidos al grito de “¡Esclavos, esclavos!”. O que a un grupo de mujeres las insulten bajo el grito de “Parecen chachas”. Tiene razón el ministro de Sanidad, Alexandre Padilha, cuando califica las agresiones de “xenofobia”.
Los sindicatos de médicos podrán tener sus razones para criticar las contrataciones y tildarlas de electoralistas. Podrán alegar que Brasil, con sus 400.000 profesionales de la medicina, no necesita 4.000 médicos cubanos, sino un cambio en la política de sanidad pública. O que a esos doctores extranjeros no se les exija la “reválida” para trabajar aquí, como exige la ley brasileña.
Quizá tengan razón de preguntar por qué ahora, cuando ruge la calle a favor de mejores servicios de sanidad, el gobierno del Partido de los Trabajadores ha sentido la urgencia de contratar médicos extranjeros de pisa y corre y sin una amplia discusión con la clase médica y la sociedad. Y por qué sólo ahora, después de 12 años de gobiernos del PT, ha descubierto que hay más de 700 ciudades del interior del país sin acceso a médicos.
Es justo que se le pregunte al Gobierno por qué no analizó antes la resistencia de los médicos brasileños a ir a trabajar en esos lugares pobres donde el Estado no se ha preocupado, al parecer, de ofrecerles estructuras médicas adecuadas.
Todo ello es justo y legítimo en un país con libertad de expresión y de crítica como Brasil.
Es injusto, sin embargo, que sean esos médicos extranjeros, y sobre todo los cubanos, que llegaron alegres y ondeando la bandera de Brasil, se estén convirtiendo en chivos expiatorios.
Tuvo toda la razón el médico cubano Juan Delgado de 49 años, que al ser abucheado en Fortaleza dijo: “Estamos yendo donde vuestros médicos no quieren ir”, es decir a los lugares más pobres y desamparados sanitariamente.
Llevaba razón cuando rechazó el calificativo de “esclavos” que les echaron en cara. “Seremos sólo esclavos de la salud, de los enfermos al lado de los que estaremos todo el tiempo necesario”.
En estos casos, en los que razones políticas pueden cruzarse con razones de conciencia, nadie tiene el derecho de juzgar las intenciones de esos médicos llegados a Brasil donde, como ellos mismos dicen, “no vamos a robar el trabajo a nadie porque trabajaremos donde los brasileños no quieren ir”.
Cada uno de esos médicos o médicas, unos jóvenes, quizás en busca de aventura, otros incluso ya jubilados en su país y que desean dar una mano a gente necesitada de ayuda, llega con una historia en su corazón.
Puede que algunos hayan elegido Brasil porque aman el sol y el calor humano de su gente, o porque desean vivir en un país en democracia, respirar una bocanada de libertad que ellos no conocen.
Podrían llegar con la esperanza secreta, justísima, de encontrar aquí refugio político, a pesar de que el Gobierno ya se ha anticipado en advertir que no podrán pedir asilo, una prohibición que podría discutirse si es constitucional.
Y han tenido toda la razón de protestar por haberles colocado, en Brasilia al llegar, en un cuartel del Ejército durmiendo juntos como soldados, en una sala donde no tienen la libertad ni las posibilidades de estudiar de noche para prepararse al examen que tendrán que pasar en tres semanas de cursos intensivos antes de saber si podrán o no ser admitidos a trabajar.
No se equivocan cuando afirman estar seguros que serán recibidos con un aplauso por las personas que habitan en los lugares donde irán a trabajar. Los brasileños tienen, en efecto, una gran tradición de hospitalidad y de respeto por las diferencias.
Que la política siga su cauce, que cada uno defienda sus derechos, pero que a esos médicos, que arrastran con sus maletas de emigrantes historias secretas de amor y de dolor, no se les convierta en injustos chivos expiatorios.
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