TRIBUNA
Para consolidar el Estado de bienestar
Hace falta repensarlo porque no hay garantías de que vaya a permanecer
El Estado de bienestar es un afortunado accidente histórico. En sus distintas variantes y en todos los elementos que lo configuran, desde los servicios públicos universales al papel desempeñado por las relaciones entre sindicatos y empresarios a escala estatal, es algo contemporáneo y limitado geográficamente. Me temo que no existe garantía de que se vaya a extender a otras áreas o, incluso, que vaya a permanecer sin cambios sustanciales donde hoy lo disfrutamos. El contexto está mutando, y con ello se alteran los cimientos sobre los que aquel se desarrolló.
En el plano financiero, el crecimiento económico se ha ralentizado y la competencia fiscal internacional dificulta el aumento continuo de los recursos fiscales. En el demográfico, se amplía la esperanza de vida. En el tecnológico, aparecen nuevos y caros tratamientos y posibilidades. En el político, se constata una pérdida sustancial de autonomía. Los Estados-nación y sus estructuras económicas ya no son contenedores más o menos cerrados y autogestionables. La globalización de los mercados debilita la política a escala nacional y la integración supranacional restringe las opciones políticas. Finalmente, en el plano social la amplia clase media característica de la segunda mitad del siglo XX se reconfigura y socava el consenso que había convertido al Estado de bienestar en un asunto fuera de la confrontación política.
Este último vector es particularmente interesante. Sin ese consenso político, la pugna se refuerza y se pasa a discutir lo que antes era incuestionable, con los partidos de tradición socialdemócrata en la obligación natural de diseñar nuevas estrategias legitimadoras que restablezcan condiciones para la pervivencia de ese Estado de bienestar. Algo que no significa volver al pasado en ideas y acciones, sino repensar el presente.
El reto es formidable, tanto en lo intelectual como en lo político y lo social. Y es de exigencia multinomial. Pasa, desde luego, por el reforzamiento de los espacios políticos de decisión supranacionales, para poder embridar a los mercados y fijar mínimos armonizados en tributación, por ejemplo; nada que no se hiciera en el pasado cuando los mercados eran, sobre todo, de ámbito nacional. También por construir un nuevo y potente discurso de la redistribución, la solidaridad y del propio concepto de ciudadanía, que parta de la mejor tradición de las teorías de la justicia, y que sirva para reforzar la moral fiscal que conmina al pago voluntario de impuestos y el no abuso de los servicios públicos, y para elevar la responsabilidad de quien se beneficia de la redistribución. Es urgente revisar en profundidad el funcionamiento del sistema político y las estructuras empresariales y sindicales, para recuperar una legitimidad y una valoración social hoy en declive.
Tampoco podemos olvidarnos de rediseñar los sistemas fiscales para hacerlos más equitativos y suficientes y replantearse de forma ambiciosa la forma en la que se prestan los servicios públicos, para ganar eficiencia. Pero también para acordar con madurez y responsabilidad los límites a aplicar sobre la cartera de servicios públicos o sobre el alcance posible de los programas de rentas de jubilación o desempleo. Finalmente, no hay que perder de vista que el Estado de bienestar es, al mismo tiempo, un recurso y un producto del crecimiento económico. La educación, la estabilidad social o la salud son determinantes positivos del crecimiento. Pero el desarrollo económico es el que proporciona los recursos para financiar los servicios. Por eso, las agendas a favor del crecimiento, el emprendimiento y el desarrollo empresarial, bien diseñadas, son un ingrediente imprescindible también para la sostenibilidad del Estado de bienestar.
Y todo lo anterior no es un mero ejercicio intelectual. Sin contar con un armazón de ideas sólido se está condenado a improvisar respuestas y a dar por buenas soluciones cuyas implicaciones no lo son. Tenemos innumerables ejemplos en el debate público de los últimos meses.
Comencemos con los copagos o la obligatoriedad de contratar seguros médicos a partir de cierta renta. Lo que se vende como una medida progresiva es la mejor manera de alienar a las clases medias respecto a los servicios públicos; unas clases medias que son las que sustentan financieramente los servicios y contribuyen a garantizar su calidad. Ante la tesitura de tener que pagar dos veces por el servicio (impuestos progresivos y copago), muchos preferirán un menú fiscal distinto consistente en rebaja de impuestos y servicios privados. Que los servicios públicos queden para los menesterosos. Sigamos por la discusión sobre salarios en el ámbito público. Si perseveramos en concentrar las rebajas indiscriminadas en los niveles directivos y en los funcionarios con mayor capital humano, corremos el riesgo de decapitar la función pública, de fomentar la fuga de los mejores al sector privado. El debate sobre financiación universitaria también tiene enjundia. Es perfectamente compatible defender equidad en el acceso (tasas bajas, becas generosas, financiación vía impuestos y no vía créditos a los estudiantes con menos recursos) y máximo esfuerzo de quienes se benefician del servicio. Un esfuerzo que debe reflejarse en notas medias y convocatorias superadas. Finalmente, el despiste de parte de la izquierda en la discusión sobre imposición patrimonial, incluyendo la que grava las herencias, es llamativo. Pocos impuestos tienen mejor encaje en la tradición de la filosofía política comprometida con la fraternidad.
En el plano financiero, el crecimiento económico se ha ralentizado y la competencia fiscal internacional dificulta el aumento continuo de los recursos fiscales. En el demográfico, se amplía la esperanza de vida. En el tecnológico, aparecen nuevos y caros tratamientos y posibilidades. En el político, se constata una pérdida sustancial de autonomía. Los Estados-nación y sus estructuras económicas ya no son contenedores más o menos cerrados y autogestionables. La globalización de los mercados debilita la política a escala nacional y la integración supranacional restringe las opciones políticas. Finalmente, en el plano social la amplia clase media característica de la segunda mitad del siglo XX se reconfigura y socava el consenso que había convertido al Estado de bienestar en un asunto fuera de la confrontación política.
Este último vector es particularmente interesante. Sin ese consenso político, la pugna se refuerza y se pasa a discutir lo que antes era incuestionable, con los partidos de tradición socialdemócrata en la obligación natural de diseñar nuevas estrategias legitimadoras que restablezcan condiciones para la pervivencia de ese Estado de bienestar. Algo que no significa volver al pasado en ideas y acciones, sino repensar el presente.
El reto es formidable, tanto en lo intelectual como en lo político y lo social. Y es de exigencia multinomial. Pasa, desde luego, por el reforzamiento de los espacios políticos de decisión supranacionales, para poder embridar a los mercados y fijar mínimos armonizados en tributación, por ejemplo; nada que no se hiciera en el pasado cuando los mercados eran, sobre todo, de ámbito nacional. También por construir un nuevo y potente discurso de la redistribución, la solidaridad y del propio concepto de ciudadanía, que parta de la mejor tradición de las teorías de la justicia, y que sirva para reforzar la moral fiscal que conmina al pago voluntario de impuestos y el no abuso de los servicios públicos, y para elevar la responsabilidad de quien se beneficia de la redistribución. Es urgente revisar en profundidad el funcionamiento del sistema político y las estructuras empresariales y sindicales, para recuperar una legitimidad y una valoración social hoy en declive.
Tampoco podemos olvidarnos de rediseñar los sistemas fiscales para hacerlos más equitativos y suficientes y replantearse de forma ambiciosa la forma en la que se prestan los servicios públicos, para ganar eficiencia. Pero también para acordar con madurez y responsabilidad los límites a aplicar sobre la cartera de servicios públicos o sobre el alcance posible de los programas de rentas de jubilación o desempleo. Finalmente, no hay que perder de vista que el Estado de bienestar es, al mismo tiempo, un recurso y un producto del crecimiento económico. La educación, la estabilidad social o la salud son determinantes positivos del crecimiento. Pero el desarrollo económico es el que proporciona los recursos para financiar los servicios. Por eso, las agendas a favor del crecimiento, el emprendimiento y el desarrollo empresarial, bien diseñadas, son un ingrediente imprescindible también para la sostenibilidad del Estado de bienestar.
Y todo lo anterior no es un mero ejercicio intelectual. Sin contar con un armazón de ideas sólido se está condenado a improvisar respuestas y a dar por buenas soluciones cuyas implicaciones no lo son. Tenemos innumerables ejemplos en el debate público de los últimos meses.
Comencemos con los copagos o la obligatoriedad de contratar seguros médicos a partir de cierta renta. Lo que se vende como una medida progresiva es la mejor manera de alienar a las clases medias respecto a los servicios públicos; unas clases medias que son las que sustentan financieramente los servicios y contribuyen a garantizar su calidad. Ante la tesitura de tener que pagar dos veces por el servicio (impuestos progresivos y copago), muchos preferirán un menú fiscal distinto consistente en rebaja de impuestos y servicios privados. Que los servicios públicos queden para los menesterosos. Sigamos por la discusión sobre salarios en el ámbito público. Si perseveramos en concentrar las rebajas indiscriminadas en los niveles directivos y en los funcionarios con mayor capital humano, corremos el riesgo de decapitar la función pública, de fomentar la fuga de los mejores al sector privado. El debate sobre financiación universitaria también tiene enjundia. Es perfectamente compatible defender equidad en el acceso (tasas bajas, becas generosas, financiación vía impuestos y no vía créditos a los estudiantes con menos recursos) y máximo esfuerzo de quienes se benefician del servicio. Un esfuerzo que debe reflejarse en notas medias y convocatorias superadas. Finalmente, el despiste de parte de la izquierda en la discusión sobre imposición patrimonial, incluyendo la que grava las herencias, es llamativo. Pocos impuestos tienen mejor encaje en la tradición de la filosofía política comprometida con la fraternidad.
Santiago Lago Peñas es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Vigo.
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