La malaria cae en la red
El uso de mosquiteras y los voluntarios reducen la incidencia de la enfermedad un 25% desde 2012 El tratamiento solo dura dos días, pero es eficaz únicamente si hay un diagnóstico precoz
El abordaje de la malaria en el mundo vive con un ojo puesto en posibles futuros avances, como la vacuna, pero con las raíces férreamente asentadas en un método que en estos tiempos de biotecnología y genética ha demostrado la mayor de las eficacias: una simple red —o, algo ligeramente menos simple, si se impregna de insecticida— es la principal responsable de la disminución hasta en un 25% de los casos en el mundo desde 2000, según los datos que maneja la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Y si las redes físicas (con su impregnación química) han sido eficaces, hay otro tipo de entramados, con nudos igual de sólidos pero menos evidentes, que comparten con las humildes mosquiteras las razones del éxito: son las cadenas de voluntarios y personal sanitario que hacen una labor fundamental en educar, detectar los casos lo antes posible, diagnosticar y facilitar tratamiento a los 200 millones de personas que infectan por el plasmodio transmitido por el mosquito anofeles cada año.
El fondo mundial ha repartido ya 360 millones de redes por todo el mundo
De las enfermedades tropicales olvidadas, el caso de la malaria es, quizá, el más sangrante. Al contrario de lo que sucede con el VIH o la tuberculosis, con las que comparte el dudoso honor de merecer atención específica por parte de la ONU, tiene un tratamiento sencillo y barato: apenas dos días de medicación que cuesta menos de ocho euros. Pero son dos días una vez que se detecta. Y ahí está uno de los problemas. La malaria es una enfermedad que se puede confundir, al principio, con una gripe, un resfriado o muchas otras enfermedades. Pero a diferencia de estas, no la causa un virus. Un microorganismo mucho más complejo, el plasmodio, transmitido por un mosquito es el que causa la enfermedad. En casi todo el mundo hay una variante, el Plasmodiun falciparum, pero existen otras variantes, como el Plasmodium vivax que también pueden producir la infección.
Esa dependencia de un mosquito para su ciclo vital (su otro huésped conocido es el ser humano) hace que, de momento, su expansión esté constreñida a zonas tropicales o subtropicales. Aunque el calentamiento puede cambiar este aspecto, como ha demostrado el foco asentado en Grecia. También le da otra característica: es cíclica. En Bangladesh, uno de los países más pobres del planeta, hay una zona endémica de malaria al este, en la frontera con Birmania. Es el distrito de Rangamati, que EL PAÍS visitó hace poco invitado por el Fondo Mundial contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria y su socio, la ONG local BRAC. Precisamente el viaje se planificó para la época seca, antes de las grandes lluvias monzónicas: era la manera de reducir lo más posible el riesgo de transmisión de la enfermedad (aparte de los repelentes y las mangas largas pese al calor).
Pero esa elección es un privilegio de los visitantes. Quienes viven en la zona están continuamente expuestos a los mosquitos. La temporada seca es un buen momento para prepara las mosquiteras, redes de colores para hacerlas más atractivas. Todavía en Bangladesh se usan las que no están impregnadas de insecticida. En las afueras de Sapchhari, en pleno campo, un grupo de voluntarios se encarga de empaparlas en el insecticida. Más que atacar al plasmodio, la idea es evitar la picadura del mosquito.
Los vecinos llevan las redes cada dos o tres años para que se las renueven, enteras o al menos en su capa protectora de insecticidas. Cada una cuesta unos cuatro dólares (menos de tres euros). Parece poco, pero no lo es en una región donde la familia que tenga 70 u 80 euros al mes de ingresos se considera bien pagada. “Son las últimas que vienen sin el insecticida ya añadido; la OMS y el Fondo han conseguido rebajar los precios lo suficiente para que no compense el proceso, y se puedan comprar ya impregnadas”, dice Moktadir Kadir, de BRAC. En cualquier caso, las mosquiteras no duran para siempre. Hay que cambiarlas cada dos años más o menos (o cada cuatro o cinco lavados). Si no, su uso continuado las rompe, y cualquier agujero es aprovechado por los mosquitos para picar a las personas.
En estos tiempos de tecnología y genética, el Fondo ha permitido repartir 360 millones de mosquiteras en el mundo, pero eso, que parece mucho, no basta: más de la mitad de la población mundial (unos 3.500 millones) vive en zonas vulnerables a la malaria. Si las únicas redes que se dispusieran fueran las de esta organización, tendrían que cobijar a 10 personas cada una.
La OMS aconseja que haya una mosquitera por cada 1,8 personas, pero en las cabañas de Khamar Para solo tienen una por familia. Por la noche, toda la familia se cobija —o lo intenta— bajo la red. En grupos grandes esto es muy difícil, lo que supone un factor de riesgo añadido. Kadir indica que ya se están trabajando en otras opciones, como el reparto de mosquiteras individuales para los hombres que van a cortar madera a la selva y pasan ahí la noche o aprovechar la potencia textil de Bangladesh para fabricar chalecos impregnados de insecticida que protejan a quienes los lleven.
En la región, el director general del hospital de Rangamati, Mostafizur Rahman, presume de que en ese momento no hay pacientes ingresados en el centro por malaria, “cuando antes ocupaban el 90% de las 100 camas”. En el último mes, solo hubo tres. pero este dato es engañoso: en época de lluvias los mosquitos proliferan, y el riesgo aumenta. Las cifras que ofrece son una prueba de que los esfuerzos funcionan. “En los ochenta hubo un proyecto para erradicar la malaria, pero no fue posible. Las condiciones de la selva y la falta de colaboración con los vecinos como India [el gigantesco y no siempre pacífico vecino] lo impidieron. Pero ahora la situación ha cambiado. En 2009 tuvimos 18.799 casos: en 2013 fueron 7.976”, dice Rahman con orgullo.
Por desgracia, todavía hay fallecimientos. Aunque el tratamiento es sencillo si la enfermedad se diagnostica a tiempo, cuando llega a la fase cerebral puede ser muy grave. Desde 2009, en el hospital de la región, han registrado 30 fallecidos. En el mundo son unos 627.000, según los datos hechos públicos por Roll Back Malaria, el movimiento que lidera internacionalmente la lucha contra la enfermedad, con vistas al día mundial contra esta patología, que se celebra el 25 de abril. La mayoría en el mundo son niños, y en Bangladesh también, pero en este caso también los hay de grupos étnicos de refugiados de la vecina Birmania, que no tienen la resistencia adquirida de muchos de los habitantes de la zona, expuestos desde niños a los mosquitos (lo que no evita que alguno tenga cinco o más episodios de malaria a lo largo de su vida). Y en la cuenta no se incluyen los militares, que tienen su propio sistema sanitario en una región que, por el riesgo de las guerrillas, necesita controles y permiso de accesos especiales.
La lucha contra el diagnóstico tardío es, por tanto, otra de las claves de la actuación contra la malaria. En Bangladesh y muchos otros países, el sistema está organizado por medio de redes concéntricas. En el extremo más lejano, en los pueblos, voluntarios que recorren las aldeas preguntando; interesándose por los casos dudosos. Hay ya un test rápido que en 15 minutos permite descartar la causa del malestar. Con los voluntarios trabaja personal sanitario, que recuerda cuestiones básicas como que hay que evitar zonas húmedas o que se formen charcos (los restos de agua en un cuenco o un plato roto pueden bastar para que el mosquito se reproduzca). Un corro en el suelo y unas cartulinas sirven para ilustrar los sencillos consejos al grupo de mujeres de Khamar Para.
En el último mes, solo tres personas con la enfermedad han ido al médicoEn el pueblo han elegido a una voluntaria que, a cambio de la voluntad —pequeños donativos que recibe de las familias por su interés— se ocupa de ser los ojos y manos del programa de detección. Es Molina Chakma, de 23 años. Cada día, después de ocuparse de su propia casa, hace un recorrido de unas dos o tres horas por los poblados de la zona selvática. Tiene 116 casas a su cargo. “De pequeña tenía el sueño de ser médico, pero no pude y cuando mi hermana dejó de ser voluntaria, ocupé su lugar”, dice tímidamente.
En un nivel superior, los mercados son un buen foco para detectar, diagnosticar y, si hace falta, tratar a los afectados. Entre un puesto de neumáticos y otro de comida, con las omnipresentes bolsas de patatas fritas, una enfermera atiende en su cubículo a una mujer. Esta llega agotada y agitada en pleno ataque de fiebre. Ha tardado dos horas en recorrer a pie los cinco kilómetros que la separan del laboratorio de Kutukchhari que gestiona BRAC. Sabe que ahí le darán un diagnóstico rápido de malaria y tuberculosis. Y, lo que es casi más importante, que será gratis y con la posibilidad de recibir el tratamiento. Tras tomarle una muestra de sangre, esta se prepara y coloca bajo el microscopio: ni rastro de los temidos plasmodios.
Es, irónicamente, casi una mala noticia: la mujer, debilitada y enferma, deberá acudir a otro dispensarios, esperar un diagnóstico sobre lo que tiene —quizá nada, solo una gripe u otro virus— y buscar el dinero para pagar sus fármacos. “Si hubiera sido malaria, todo eso se lo habría ahorrado”, dice con satisfacción Akarmul Islam, director médico de BRAC. Como el suyo, hay 31 laboratorios en puntos neurálgicos de la región (mercados, cruces de caminos). “No tenemos problemas de seguridad; la gente sabe que estamos aquí por su bien”, dice Islam.
Vacunas y resistencias
Como en todas las enfermedades infecciosas, la gran esperanza para la erradicación de la malaria está en encontrar una vacuna. En ISGlobal lo saben muy bien. El prototipo desarrollado por Pedro Alonso en colaboración con GSK ha dado unos resultados prometedores que permiten esperar una inmunización dentro de no demasiado. Por lo menos, en niños que no sean recién nacidos.
Además, la malaria cuenta con un tratamiento sencillo y barato. Los combinados con artemisinina, una planta de origen chino, se han impuesto en menos de 10 años en todo el mundo. El único problema que tiene el parásito, con un ciclo en varias fases que van cambiando según estén en los mosquitos, el hígado o la sangre de las personas (en este caso no sucede como con el Ébola y no hay, que se sepa, un reservorio animal) es que ya empiezan a aparecer mutaciones resistentes. Son todavía pocas, pero suponen un acicate para conseguir eliminar lo antes posible la enfermedad.
Otras opciones, como eliminar los mosquitos (lo que se hizo en España en los cincuenta en el sureste andaluz, secando humedales, lo que permitió erradicar la enfermedad) son más complicadas. Ya han quedado atrás los intentos para pulverizarlos aunque todavía en algunas zonas la OMS permite usar DDT para combatirlos. Pero este insecticida permanece en el medio ambiente y altera las funciones hormonales de las personas y animales. Hay más proyectos en marcha que apelan a la biotecnología, como la de liberar ejemplares estériles que, una vez entren en el circo reproductivo, eliminen las ansias por reproducirse de sus congéneres sin que ello suponga generar una descendencia. Para ello se están ensayando en Brasil y otros países mosquitos transgénicos o irradiados.
El problema es que los mosquitos no son solo nocivos para el hombre. Están en la base de la pirámide alimenticia de muchas especies, y el riesgo a desajustar los ecosistemas es muy grande.
También en el ISGlobal (cuyo laboratorio, con el Centro de Investigación en Salud Internacional de Barcelona (Cresib por sus siglas en catalán) hay otros ensayos de tratamientos farmacológicos, no destinados a curar directamente a los infectados, sino dirigidos a interferir en el ciclo del plasmodio (por ejemplo, desregulando la fase en que este se diferencia en ejemplares machos y hembras). Son trabajos todavía preliminares, pero otra opción si al final el microorganismo vence a la artemisinina.
Y, mientras tanto, queda el remedio de potenciar lo que ya hay y se sabe que funciona. Pero ahí la lucha está en conseguir dinero. Organizaciones como el Fondo Mundial han visto cómo mientras unos países, como Reino Unido, aumentaban sus aportaciones, España lleva ya cuatro años con ellas congeladas. “Tenemos las herramientas; lo que nos cuesta es pagarlas”, dice un portavoz.
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