9|ENE|2015
Ébola: sin margen para el error
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Hasta el actual brote de Ébola declarado en marzo de 2014, el virus había provocado en cuatro décadas 2,300 casos y más de 1,600 muertes. La epidemia actual ha roto todas las cifras. Cuando en abril avisamos de que se trataba de un brote sin precedentes, ni siquiera nosotros mismos podíamos aventurar que estaríamos hoy hablando de una epidemia que multiplica por nueve el número de afectados en todos los brotes registrados anteriormente (más de 20,000 personas), que ha provocado ya más de 8,000 muertes y ha afectado a ocho países en tres continentes.
Los brotes clásicos de Ébola se habían manifestado, hasta ahora, en zonas rurales, no solían tener más de uno o dos focos y pocas veces requerían centros de tratamiento de más de 20 camas.
Esta epidemia es radicalmente distinta: es transfronteriza y urbana, por primera vez se ha convertido en una urgencia nacional de forma simultánea en tres países de África occidental, y se han dado casos de contagio fuera del continente africano. También ha sido el primer brote que ha suscitado una resolución de urgencia del Consejo de Seguridad de la ONU y el establecimiento de una misión especial, la UNMEER. Y, desde luego, nunca antes Médicos Sin Fronteras (MSF) había sentido tal impotencia ante una epidemia.
Dicho todo esto, ni la falta de anticipación ni las dificultades de incrementar la respuesta pueden justificar el inmovilismo de la Organización Mundial de la Salud (OMS). La agencia de salud de Naciones Unidas tardó más de cuatro meses en declarar la emergencia global, y más todavía en asumir el liderazgo que le corresponde.
El Ébola tiene un triple efecto devastador: como virus mortal; como fenómeno social donde el miedo alimenta el estigma (según una encuesta de UNICEF, el 96% de los supervivientes de Sierra Leona ha experimentado algún tipo de discriminación); y como destructor de sistemas de salud. Si la epidemia no se contiene y se extiende, el impacto puede llegar a ser similar a la devastación provocada por una guerra.
Pocas enfermedades tienen la capacidad de arrodillar a un país entero o de producir terror social. El Ébola lo hace. Lo hemos visto en África occidental, pero también en España o Estados Unidos. Es importante señalar que el miedo es una reacción perfectamente razonable. El miedo nos mantiene vigilantes y a salvo; el miedo, basado en información y análisis, es un factor determinante para pasar de una situación de parálisis a una respuesta y una implicación activa.
No resulta sencillo señalar retos particulares en una crisis en la que todos sus componentes suponen un desafío. Durante meses, la epidemia fue ignorada por los actores internacionales. Los gobiernos afectados no conocían una enfermedad que llegaba por primera vez a la región y que, además, afectaba a países como Liberia y Sierra Leona, que apenas se estaban recuperando de años de guerra civil. A partir de septiembre, proliferaron las declaraciones de intenciones y la retórica de la solidaridad y la seguridad compartidas, pero su materialización tardaría en llegar. Son muchos los países que se han limitado a adoptar medidas de autoprotección, rechazando colaborar activamente para hacer frente a la epidemia en su origen. España es uno de ellos.
Resulta muy decepcionante que los Estados con capacidad de respuesta biológica en desastres hayan optado por no desplegar equipos y hayan delegado la respuesta al Ébola en los médicos y trabajadores de las ONG.
La mejor manera de infundir confianza a las comunidades es demostrar que contraer la enfermedad no equivale a una sentencia de muerte; que puede curarse. Cada superviviente de Ébola supone un soplo de esperanza. Como Kollie James, el joven que se convirtió en el superviviente número mil en los centros de MSF.
El pánico sigue siendo el principal desafío. Hasta ahora, el pánico se ha propagado a más velocidad que el virus, y este ha sido, a su vez, más veloz que la respuesta global en el foco de la epidemia.
La comunidad internacional también debe hacer frente a su propia epidemia del miedo. Las cuarentenas forzosas en Estados Unidos o las dificultades para repatriar ciudadanos, por ejemplo, la alimentan y pueden reducir el número de personas dispuestas a ir a trabajar a la zona afectada, lo que a la larga aumenta el riesgo de expansión del brote.
Uno de los retos es conseguir que la ayuda sea flexible y se adapte a una epidemia en continuo cambio. Algunos actores internacionales parecen incapaces de adaptarse a la nueva situación con la suficiente rapidez, y se resisten a cambiar su enfoque a otras actividades según sea necesario. Todos los involucrados en la respuesta deben adoptar un enfoque flexible y asignar recursos a las necesidades más urgentes en toda la región.
En la región aún hay lugares donde no hay instalaciones adecuadas para aislar a los pacientes o diagnosticar casos. En las zonas rurales de Liberia, por ejemplo, faltan redes de transporte de muestras a los laboratorios. En Sierra Leona, a decenas de personas que llaman a emergencias para avisar de posibles casos de Ébola entre sus allegados se les responde que los aíslen en el hogar. En Guinea, la concienciación y la sensibilización siguen siendo muy débiles.
No podemos permitir caer en un doble fracaso producto de una respuesta lenta para empezar y, ahora, poco adaptada. La demora ha costado vidas, no tenemos margen para cometer un segundo error.
Este artículo fue publicado originariamente en el periódico El Mundo
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