Grecia ficha a los seropositivos
El Gobierno ordena realizar pruebas obligatorias del VIH a prostitutas, toxicómanos, indigentes y sin papeles
Desde hace unos días prostitutas, toxicómanos, personas sin techo e inmigrantes indocumentados están en el punto de mira en Grecia como blancos potenciales de una polémica medida, de esas que rezuman mano dura: la realización de pruebas forzosas del VIH a modo de peculiar política preventiva. El decreto, que ha suscitado acerbas críticas de ONG y grupos de derechos humanos como Human Rights Watch (HRW), cae a plomo sobre un ámbito, el de la salud pública, desbaratado por cinco años de recesión y en el que los recortes en prevención y seguimiento del sida y el aumento descontrolado de la prevalencia del virus se alimentan mutuamente: el número de contagios ha aumentado en un 200% desde 2011 mientras que los centros de tratamiento han visto reducido a la mitad su presupuesto.
Pero la pretensión del Ejecutivo rebasa ampliamente el impacto sanitario. El decreto Nº GY/39A sobre “restricción de la transmisión de enfermedades infectocontagiosas” permite a la policía detener al albur, es decir, arbitrariamente, a cualquier persona para someterla a pruebas de detección o control obligatorias. La norma ya había entrado en vigor en abril de 2012 en vísperas de las elecciones generales y de la mano de un ministro socialista, Andreas Loverdos, en un intento de regenerar el centro deteriorado de Atenas; esos mismos días también se abrió el primer centro de internamiento de extranjeros, en Amygdaleza. El Gobierno saliente, liderado por el tecnócrata Lukás Papadimos y formado –como el actual- por socialistas y conservadores, blandía así la escoba con la mira indisimuladamente puesta en las urnas.
En virtud de ese decreto, se realizaron cientos de pruebas a prostitutas. Diecisiete de ellas, griegas, búlgaras y rusas, resultaron ser seropositivas y sus nombres, detalles biográficos y fotografías se publicaron en la página web de la policía durante horas, con la excusa de representar una emergencia sanitaria. Las portadoras del virus, a las que las autoridades se refirieron como “bombas sanitarias”, acabaron en la cárcel hasta que fueron absueltas del delito de causar intencionadamente daño a terceros; las últimas cinco quedaron libres en marzo.
A los clientes, el ministerio sólo les instó a realizarse la prueba.
Desde entonces el acoso policial en las calles no ha cejado, aunque nublado por la macrorredada Xenios Zeus contra la inmigración irregular, pero la polémica se fue apagando hasta que, en abril pasado, la entonces viceministra de Sanidad, de Izquierda Democrática (Dimar, el socio menor del tripartito), revocó el decreto. Por poco tiempo: la crisis de la coalición de Gobierno, con la salida de Dimar, y la llegada al ministerio del elemento más ultra del nuevo bipartito, Adonis Georgiadis, han dado un nuevo aliento a esta versión de caza de brujas para tiempos de crisis. Georgiadis, procedente del partido de extrema derecha nacionalista Laos –que se quedó fuera del Parlamento en 2012, en beneficio de la neonazi Aurora Dorada-, es un confeso antisemita y defensor de la dictadura militar; tertuliano polemista y autor de un libro que refuta la amplia aceptación social que la homosexualidad tuvo en la Grecia clásica. En sus apariciones televisivas, se ha referido en numerosas ocasiones a Atenas como Bangladesh o Talibanlandia.
Además del VIH, el decreto reintroducido por obra y gracia de Georgiadis –su primera medida, al día siguiente de tomar posesión- incluye otras enfermedades “de relevancia sanitaria pública”, es decir, patologías que se creían erradicadas en Europa o que, por sus connotaciones de miseria, provocan alarma, como la tuberculosis, la malaria –desbocada por la falta de fondos para fumigación-, la polio, la hepatitis o la sífilis.
Las víctimas propiciatorias son “drogodependientes por vía intravenosa, trabajadores del sexo, migrantes indocumentados procedentes de países donde esas enfermedades sean endémicas y, gente que viva en condiciones que no reúnan mínimos estándares de higiene, incluidos los homeless”.
La categorización ha desatado la furia de las ONG, que acusan al ministerio de estigmatizar a los grupos más vulnerables de la población. Ítem más, la intervención de la policía reboza el propósito sanitario en política de orden público: esta tendrá potestad “para hacer cumplir el aislamiento del sujeto, la cuarentena” e incluso el tratamiento que se le prescriba, según reza el decreto.
HRW considera la realización de pruebas forzosas “una violación de la integridad y la autonomía corporal; un claro atentado a los derechos humanos”. Pero algunos van más allá. “No sólo es un atentado contra los derechos humanos, lo peor es que no hay ningún dato médico que demuestre la eficacia de prácticas semejantes”, explica por teléfono Zoe Mavrudi, autora del documental Ruinas: crónica de la caza de brujas del VIH, sobre las detenciones de prostitutas de 2012. “El aumento de los casos de VIH no se puede atajar con medidas represivas ni policiales, esto no va a beneficiar a nadie. Los datos de Keelpno [Centro Griego para la Prevención y Control de Infecciones, que depende del Ministerio de Sanidad] muestran que tras las primeras detenciones no se redujo el número de casos y sí al contrario, y muy negativamente, la confianza en los trabajadores sanitarios de los potenciales afectados. El decreto de Georgiadis, además, amplía las categorías de sospechosos y los criminaliza: decir que los inmigrantes son peligrosos por motivos de salud es algo que no aparece en ningún documento de ninguna organización [médica] internacional”, concluye Mavrudi, para quien la motivación es claramente política y “demuestra la derechización a marchas forzadas del Gobierno”.
El reglamento se cuida mucho de incluir entre los sospechosos al colectivo homosexual, recién desbancado en Grecia entre los tradicionales grupos de riesgo por los usuarios de drogas por vía intravenosa, que ya constituyen la mitad de los nuevos casos, según datos de octubre de Keelpno. Es la primera vez que el uso de jeringuillas compartidas supera a las prácticas homosexuales sin protección como vía de contagio, lo que no obsta para que grupos de activistas gais hayan puesto también el grito en el cielo. “La salud pública no se protege castigando a los seropositivos, sino con programas integrales de prevención, educación sexual en las escuelas y campañas públicas de información. Todo eso cuesta dinero, y no lo hay, pero sí hay prioridades, y la salud pública debería ser una de ellas”, explican fuentes de HOMOphonia. Este diario intentó recabar la versión del Ministerio de Sanidad sin éxito.
Pero la pretensión del Ejecutivo rebasa ampliamente el impacto sanitario. El decreto Nº GY/39A sobre “restricción de la transmisión de enfermedades infectocontagiosas” permite a la policía detener al albur, es decir, arbitrariamente, a cualquier persona para someterla a pruebas de detección o control obligatorias. La norma ya había entrado en vigor en abril de 2012 en vísperas de las elecciones generales y de la mano de un ministro socialista, Andreas Loverdos, en un intento de regenerar el centro deteriorado de Atenas; esos mismos días también se abrió el primer centro de internamiento de extranjeros, en Amygdaleza. El Gobierno saliente, liderado por el tecnócrata Lukás Papadimos y formado –como el actual- por socialistas y conservadores, blandía así la escoba con la mira indisimuladamente puesta en las urnas.
En virtud de ese decreto, se realizaron cientos de pruebas a prostitutas. Diecisiete de ellas, griegas, búlgaras y rusas, resultaron ser seropositivas y sus nombres, detalles biográficos y fotografías se publicaron en la página web de la policía durante horas, con la excusa de representar una emergencia sanitaria. Las portadoras del virus, a las que las autoridades se refirieron como “bombas sanitarias”, acabaron en la cárcel hasta que fueron absueltas del delito de causar intencionadamente daño a terceros; las últimas cinco quedaron libres en marzo.
A los clientes, el ministerio sólo les instó a realizarse la prueba.
Desde entonces el acoso policial en las calles no ha cejado, aunque nublado por la macrorredada Xenios Zeus contra la inmigración irregular, pero la polémica se fue apagando hasta que, en abril pasado, la entonces viceministra de Sanidad, de Izquierda Democrática (Dimar, el socio menor del tripartito), revocó el decreto. Por poco tiempo: la crisis de la coalición de Gobierno, con la salida de Dimar, y la llegada al ministerio del elemento más ultra del nuevo bipartito, Adonis Georgiadis, han dado un nuevo aliento a esta versión de caza de brujas para tiempos de crisis. Georgiadis, procedente del partido de extrema derecha nacionalista Laos –que se quedó fuera del Parlamento en 2012, en beneficio de la neonazi Aurora Dorada-, es un confeso antisemita y defensor de la dictadura militar; tertuliano polemista y autor de un libro que refuta la amplia aceptación social que la homosexualidad tuvo en la Grecia clásica. En sus apariciones televisivas, se ha referido en numerosas ocasiones a Atenas como Bangladesh o Talibanlandia.
Además del VIH, el decreto reintroducido por obra y gracia de Georgiadis –su primera medida, al día siguiente de tomar posesión- incluye otras enfermedades “de relevancia sanitaria pública”, es decir, patologías que se creían erradicadas en Europa o que, por sus connotaciones de miseria, provocan alarma, como la tuberculosis, la malaria –desbocada por la falta de fondos para fumigación-, la polio, la hepatitis o la sífilis.
Las víctimas propiciatorias son “drogodependientes por vía intravenosa, trabajadores del sexo, migrantes indocumentados procedentes de países donde esas enfermedades sean endémicas y, gente que viva en condiciones que no reúnan mínimos estándares de higiene, incluidos los homeless”.
La categorización ha desatado la furia de las ONG, que acusan al ministerio de estigmatizar a los grupos más vulnerables de la población. Ítem más, la intervención de la policía reboza el propósito sanitario en política de orden público: esta tendrá potestad “para hacer cumplir el aislamiento del sujeto, la cuarentena” e incluso el tratamiento que se le prescriba, según reza el decreto.
HRW considera la realización de pruebas forzosas “una violación de la integridad y la autonomía corporal; un claro atentado a los derechos humanos”. Pero algunos van más allá. “No sólo es un atentado contra los derechos humanos, lo peor es que no hay ningún dato médico que demuestre la eficacia de prácticas semejantes”, explica por teléfono Zoe Mavrudi, autora del documental Ruinas: crónica de la caza de brujas del VIH, sobre las detenciones de prostitutas de 2012. “El aumento de los casos de VIH no se puede atajar con medidas represivas ni policiales, esto no va a beneficiar a nadie. Los datos de Keelpno [Centro Griego para la Prevención y Control de Infecciones, que depende del Ministerio de Sanidad] muestran que tras las primeras detenciones no se redujo el número de casos y sí al contrario, y muy negativamente, la confianza en los trabajadores sanitarios de los potenciales afectados. El decreto de Georgiadis, además, amplía las categorías de sospechosos y los criminaliza: decir que los inmigrantes son peligrosos por motivos de salud es algo que no aparece en ningún documento de ninguna organización [médica] internacional”, concluye Mavrudi, para quien la motivación es claramente política y “demuestra la derechización a marchas forzadas del Gobierno”.
El reglamento se cuida mucho de incluir entre los sospechosos al colectivo homosexual, recién desbancado en Grecia entre los tradicionales grupos de riesgo por los usuarios de drogas por vía intravenosa, que ya constituyen la mitad de los nuevos casos, según datos de octubre de Keelpno. Es la primera vez que el uso de jeringuillas compartidas supera a las prácticas homosexuales sin protección como vía de contagio, lo que no obsta para que grupos de activistas gais hayan puesto también el grito en el cielo. “La salud pública no se protege castigando a los seropositivos, sino con programas integrales de prevención, educación sexual en las escuelas y campañas públicas de información. Todo eso cuesta dinero, y no lo hay, pero sí hay prioridades, y la salud pública debería ser una de ellas”, explican fuentes de HOMOphonia. Este diario intentó recabar la versión del Ministerio de Sanidad sin éxito.
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