Para que no me olvides
"De la fregona a la pancarta”. Así resumen su historia. Al principio eran unas pobres mujeres, ignorantes, incultas, abocadas a la monotonía del trabajo doméstico, guisar, lavar, planchar, limpiar y sacar a sus hijos adelante. Pero no las dejaron. Ni siquiera lograron arrebatarlos de las garras de la muerte.
No sabían lo que estaba pasando. No lo entendían. Sus hijos eran buenos chicos, más o menos revoltosos, esta buena estudiante, ese regular, aquel muy rebelde, pero ninguno malo. Hasta que un día les cambió el carácter. Se volvieron extraños, huraños, violentos, empezaron a adelgazar, a desesperarse, a quitarles dinero… Se habían enganchado a la heroína, una palabra que para ellas evocaba apenas a Agustina de Aragón disparando un cañón en una vieja película en blanco y negro.
Ellas no sabían casi nada y no podían comprender lo poco que sabían. Por qué, en Entrevías, a principios de los ochenta, el hachís desapareció de las calles como por ensalmo. No, chocolate no hay, pero tengo una cosa mucho mejor, mira, toma, prueba esto, te lo regalo, póntelo y ya me dices… Así, los chicos y chicas que fumaban porros los fines de semana se convirtieron en yonquis de la noche a la mañana. Así, el barrio más radical, más luchador de Madrid, la zona de Vallecas donde la policía de Franco ni siquiera se atrevía a entrar durante los últimos años de la dictadura, se convirtió en un infierno para sus vecinos, un oasis de la paz más cruel para un Estado al que el caballo le hizo gratis el trabajo sucio. El sida remató la faena de neutralizar la combatividad de una generación de jóvenes que murieron antes de llegar a la madurez. Aquello fue un genocidio, dicen sus madres. Es difícil llevarles la contraria, porque ahora sí saben de lo que hablan. Muchas perdieron un hijo, muchas dos, algunas tres, cuatro, y una hasta seis, todos los que tenía, en aquella batalla.
Porque esto es la guerra, explican ellas, que llevan más de treinta años luchando con garras y dientes en un combate desigual, injusto como ninguno. Sus hijos las movieron, las siguen moviendo. Por ellos, por ellas, empezaron a estudiar, a investigar, a organizarse. Desde entonces, no han parado. Después de enterrarlos, ya no tienen nada que perder.
Las Madres Unidas contra la Droga de Entrevías convocaron una infinidad de manifestaciones en las que recorrían las calles de su barrio deteniéndose en los portales de los camellos. Aquí, aquí, aquí se vende droga, gritaban, pero no pasó nada. Hicieron una lista con todos los puntos de venta de droga de Vallecas y la entregaron en el Congreso de los Diputados, pero no pasó nada. Hicieron encierros, acampadas, huelgas de hambre, comunicados, conciertos, jornadas de lucha, y difundieron, redifundieron y volvieron a difundir el conocimiento que habían pagado con la sangre de sus hijos, pero no pasó nada. O sí. Pasó que la policía, esa misma que nunca hizo nada, las clasificó entre los grupos violentos, radicales, peligrosos. Nos llamaban jarrais, cuentan ahora con una sonrisa, a nosotras, ya ves… Pasó que nadie les ha pedido todavía perdón. Y sigue pasando que nadie se ha muerto de vergüenza.
No ha sido fácil. Para ellas, nada ha sido fácil nunca, pero ninguna dificultad llegará a ser jamás tan grande como ellas. Han aprendido mucho, y pocas cosas son tan emocionantes como el relato de su aprendizaje. “Aquí no se viene a que a una le resuelvan el problema de su hijo, sino a luchar por todos… Y comprendimos que los camellos no eran el enemigo, que ellos también eran víctimas… Y un camello mató a un chaval de un navajazo y su madre no le denunció, porque comprendió a tiempo que no era más que un desgraciado, como su hijo… Y cuando íbamos a la cárcel a verlos, nos desnudaban de arriba abajo y seguíamos pitando, por los puentes de la boca, por el DIU, por las prótesis, y no nos dejaban pasar… Y nos concentrábamos los sábados en Sol, a las cuatro de la tarde, por si alguna quería ir luego al cine, y un año nos encontramos con los del Orgullo Gay, y por apoyarles nos morreamos nosotras también, y no veas cómo nos aplaudían… Y quedamos a cenar y siempre decimos, a ver, la primera media hora para llorar, y luego, ya, a divertirse…”.
Guapas, magníficas, generosas, valientes, sabias, compasivas, jovencísimas siempre, las Madres son de lo mejor que existe en esta ciudad, en este país. Para comprobarlo, basta con leer el libro en el que repasan más de treinta años de lucha y de esperanza. Se titula Para que no me olvides, como una vieja canción de amor. De eso se trata.
www.almudenagrandes.com
No sabían lo que estaba pasando. No lo entendían. Sus hijos eran buenos chicos, más o menos revoltosos, esta buena estudiante, ese regular, aquel muy rebelde, pero ninguno malo. Hasta que un día les cambió el carácter. Se volvieron extraños, huraños, violentos, empezaron a adelgazar, a desesperarse, a quitarles dinero… Se habían enganchado a la heroína, una palabra que para ellas evocaba apenas a Agustina de Aragón disparando un cañón en una vieja película en blanco y negro.
Ellas no sabían casi nada y no podían comprender lo poco que sabían. Por qué, en Entrevías, a principios de los ochenta, el hachís desapareció de las calles como por ensalmo. No, chocolate no hay, pero tengo una cosa mucho mejor, mira, toma, prueba esto, te lo regalo, póntelo y ya me dices… Así, los chicos y chicas que fumaban porros los fines de semana se convirtieron en yonquis de la noche a la mañana. Así, el barrio más radical, más luchador de Madrid, la zona de Vallecas donde la policía de Franco ni siquiera se atrevía a entrar durante los últimos años de la dictadura, se convirtió en un infierno para sus vecinos, un oasis de la paz más cruel para un Estado al que el caballo le hizo gratis el trabajo sucio. El sida remató la faena de neutralizar la combatividad de una generación de jóvenes que murieron antes de llegar a la madurez. Aquello fue un genocidio, dicen sus madres. Es difícil llevarles la contraria, porque ahora sí saben de lo que hablan. Muchas perdieron un hijo, muchas dos, algunas tres, cuatro, y una hasta seis, todos los que tenía, en aquella batalla.
Porque esto es la guerra, explican ellas, que llevan más de treinta años luchando con garras y dientes en un combate desigual, injusto como ninguno. Sus hijos las movieron, las siguen moviendo. Por ellos, por ellas, empezaron a estudiar, a investigar, a organizarse. Desde entonces, no han parado. Después de enterrarlos, ya no tienen nada que perder.
Las Madres Unidas contra la Droga de Entrevías convocaron una infinidad de manifestaciones en las que recorrían las calles de su barrio deteniéndose en los portales de los camellos. Aquí, aquí, aquí se vende droga, gritaban, pero no pasó nada. Hicieron una lista con todos los puntos de venta de droga de Vallecas y la entregaron en el Congreso de los Diputados, pero no pasó nada. Hicieron encierros, acampadas, huelgas de hambre, comunicados, conciertos, jornadas de lucha, y difundieron, redifundieron y volvieron a difundir el conocimiento que habían pagado con la sangre de sus hijos, pero no pasó nada. O sí. Pasó que la policía, esa misma que nunca hizo nada, las clasificó entre los grupos violentos, radicales, peligrosos. Nos llamaban jarrais, cuentan ahora con una sonrisa, a nosotras, ya ves… Pasó que nadie les ha pedido todavía perdón. Y sigue pasando que nadie se ha muerto de vergüenza.
No ha sido fácil. Para ellas, nada ha sido fácil nunca, pero ninguna dificultad llegará a ser jamás tan grande como ellas. Han aprendido mucho, y pocas cosas son tan emocionantes como el relato de su aprendizaje. “Aquí no se viene a que a una le resuelvan el problema de su hijo, sino a luchar por todos… Y comprendimos que los camellos no eran el enemigo, que ellos también eran víctimas… Y un camello mató a un chaval de un navajazo y su madre no le denunció, porque comprendió a tiempo que no era más que un desgraciado, como su hijo… Y cuando íbamos a la cárcel a verlos, nos desnudaban de arriba abajo y seguíamos pitando, por los puentes de la boca, por el DIU, por las prótesis, y no nos dejaban pasar… Y nos concentrábamos los sábados en Sol, a las cuatro de la tarde, por si alguna quería ir luego al cine, y un año nos encontramos con los del Orgullo Gay, y por apoyarles nos morreamos nosotras también, y no veas cómo nos aplaudían… Y quedamos a cenar y siempre decimos, a ver, la primera media hora para llorar, y luego, ya, a divertirse…”.
Guapas, magníficas, generosas, valientes, sabias, compasivas, jovencísimas siempre, las Madres son de lo mejor que existe en esta ciudad, en este país. Para comprobarlo, basta con leer el libro en el que repasan más de treinta años de lucha y de esperanza. Se titula Para que no me olvides, como una vieja canción de amor. De eso se trata.
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