La marca de la posesión machista
Miles de mujeres son atacadas cada año con sustancias corrosivas
Los agresores intentan condenarlas al ostracismo social
Son agresiones con una altísima carga simbólica. Pretenden marcar de por vida. Dejar en el rostro desfigurado y en el cuerpo de la víctima la estampa de su crimen, de sus celos, de su odio. Una huella imborrable y dramática. El ácido y otras sustancias abrasivas son utilizadas en muchos países como un arma que no solo pretende causar un sufrimiento físico enorme —o, incluso, la muerte—, sino también para imponerle una condena social que la acompañará de por vida. Al mirarse al espejo, al observar las reacciones de los otros. Es la marca de la posesión. Una firma ardiente que lastra la vida, o lo que queda de ella, de miles de mujeres en todo el mundo.
Las cicatrices en su cara, abrasada, las hacen perfectamente reconocibles; pero no existen estadísticas que digan cuántas personas sufren ataques con ácido u otros productos de este tipo en el mundo. Acid Survivors Trust International (ASTI), una organización especializada que trabaja con Naciones Unidas, calcula que al año se producen al menos 1.500 agresiones, más del 80% a mujeres. La mayoría localizadas en países del sureste de Asia, África subsahariana, India occidental y oriente medio; aunque se contabilizan cada vez más casos en América Latina. Como en Colombia, donde la proliferación de ataques con químicos abrasantes ha llevado a las autoridades a revisar la ley para endurecer las penas contra los agresores que empleen este instrumento de terror. El 90% de los atacantes son hombres; casi siempre conocidos o con alguna relación con la agredida; un patrón común en todos los lugares.
Pretenden destruir la vida de la mujer a través de lo que la ONU considera una forma “devastadora” de violencia de género. Como la que cegó a la iraní Ameneh Bahrami, a quien un pretendiente despechado lanzó ácido y desfiguró hasta hacerla irreconocible cuando tenía 23 años. O a la joven camboyana Ponleu, atacada con un líquido corrosivo por su marido al que había pedido el divorcio tras cuatro años de malos tratos. En Europa, estas agresiones son anecdóticas, pero ocurren. Hace cuatro años, el exnovio de Katie Piper contrató a un hombre para que le rociase con un líquido corrosivo. La joven, de 24 años, modelo, sufrió lesiones severas. Hoy, tras decenas de operaciones, las huellas del terror que le surcan el rostro no se han borrado del todo. En Madrid, el pasado martes, María Ángeles, de 29 años, fue atacada en plena calle por un desconocido que le arrojó ácido. La policía investiga el caso y el entorno del marido de la chica, del que se está separando.
El uso de productos como el ácido sulfúrico —que se extraen muchas veces del motor de los coches o motocicletas— es un acto premeditado con el que el agresor persigue un objetivo claro: “Tienen la intención de desfigurar permanentemente a la víctima, de causarle daños físicos y psicológicos brutales, de provocarle graves cicatrices y condenarla al ostracismo”, explica Meryem Aslan, responsable del Fondo Fiduciario de Naciones Unidas. Un crimen cometido la mayoría de las veces por aquellos a quien la agredida ignoró o rechazó.
“Los motivos más frecuentes para estos ataques son el rechazo por parte de las mujeres de las insinuaciones sexuales o las ofertas de matrimonio”, dice John Morrison, director de ASTI. O de maridos contra sus esposas, a las que pretenden repudiar o castigar. A veces, escudándose en acusaciones de supuestas infidelidades o comportamientos para ellos indecorosos. “También se ven ataques así de vez en cuando en los casos de violencia doméstica, por parte de las familias políticas; o son provocados por disputas comerciales o de tierras entre distintos clanes”, explica. Situaciones en las que los agresores atacan a la parte más vulnerable y sensible de la familia: una mujer joven en edad casadera o una niña que quedará marcada toda la vida. “Con la agresión le arrancarán su capital social, su aspecto; y el capital económico de su familia, que muchas veces se ve obligada a vender sus posesiones y, por supuesto, las tierras en disputa, para pagar los cuidados médicos de la menor”, enumera el director de ASTI, una organización que trabaja en países como Nepal, Uganda, Camboya o India.
El 40% de las víctimas no ha cumplido los 18 años en el momento de la agresión. Y desde entonces llevará una vida difícil y con secuelas brutales físicas y psicológicas. Graves quemaduras —casi siempre en el rostro y cuello—, daños en las vías respiratorias o incluso ceguera. La mayoría no llegará a recuperarse nunca. “El trauma para estas mujeres es severo”, explica Linda Guerrero, directora de la Fundación del Quemado de Bogotá, que en los últimos años ha atendido a 33 mujeres. Todas jóvenes. “Necesitan muchas operaciones de reconstrucción e implantes de piel. Todas han sido agredidas en la cara, donde las marcas son muy visibles; muchas, además, han perdido un ojo”, enumera. Suelen tener afectados los huesos y funciones como la respiración o la deglución. “Además, tienen pánico a salir solas a la calle, sufren depresión y pesadillas”, dice Guerrero. A veces, cuenta, sueñan que vuelven a recuperar su rostro. Aquel que su agresor les quiso robar para atacar su feminidad.
Patricia Lefranc cree que su expareja quiso matarla. Y si no lo lograba, provocarle la “muerte social”.
Excluirla del mundo destruyendo su aspecto. Esta belga fue atacada en 2009 por su exnovio, Richard Remes, que la esperó en el portal de su casa y le lanzó ácido sulfúrico. El líquido le abrasó el rostro y el torso de tal forma que si no hubiera sido por las prótesis mamarias que llevaba, le hubiera alcanzado los pulmones y el corazón. “Sentí que me quemaba, que me derretía. El dolor era inmenso”, explica por teléfono. En marzo, Remes fue condenado a 30 años de cárcel, pero la condena de Lefranc es para siempre. “Me ha convertido en un monstruo”, lamenta. Se ha sometido a 87 operaciones vitales y de cirugía reconstructiva, pero su rostro, convertido en un mar de cicatrices, sigue desfigurado. No queda nada de la mujer rubia y atractiva de antes de la agresión. Además, cuenta, no puede hacer una vida normal. El dolor le impide trabajar y como el ácido le abrasó también la garganta, tiene dificultades para tragar. “Es una agresión perversa, tremenda. En una sociedad como esta, donde se da tanta importancia a la imagen, desfigurar a alguien es imponerle una tortura constante”, dice su abogado Sven Mary.
Lefranc tiene clarísimas las maquinaciones de su exnovio. Pero los expertos también sostienen que tras el uso de sustancias abrasantes no solo se haya la intención de dañar físicamente a la víctima. “Es un acto simbólico claro”, afirma Vicente Garrido, profesor de criminología de la Universidad de Valencia y especialista en delincuencia violenta. “Si ella le deja, él la dejará mutilada para que ningún otro hombre pueda disfrutar a su lado. Y además recibirá un castigo por rechazarle”, dice.
El profesor de Psicología y de Criminología Clínica de la Universidad de Barcelona Santiago Rendondo cree que para saber qué pasa por la mente del agresor cuando usa este arma habría que iniciar una serie de estudios epidemiológicos. “Probablemente en un intento de asesinato hay un objetivo de venganza más salvaje que no se detiene a pensar las consecuencias sutiles. Pero en el uso de ácido hay una mayor sofisticación intelectual para hacer sufrir a la víctima y condenarla a una vida de sufrimiento prolongado”, observa.
Miguel Lorente, profesor de Medicina Forense de la Universidad de Granada, ha analizado los instrumentos que utilizan los agresores machistas. Para él, este —y todos aquellos que signifiquen quemar a la víctima— tiene un doble objetivo: “Buscan ocasionar daño grave, mucho dolor y complicaciones severas o incluso la muerte; y, por otro lado, pretenden dejar a la persona marcada con secuelas estéticas brutales. Esto satisface al agresor que, si no mata a la víctima, deja de perseguirla y acosarla porque ve en sus cicatrices su firma y la devaluación de la mujer desde el punto de vista estético”, abunda el exdelegado de Gobierno contra la Violencia de Género. “Es como si dijeran: ‘Vete con quien quieras, que nadie te va a querer, te he marcado, he dejado mi firma”.
Motivación que parece subyacer tras el ataque a la colombiana Gloria Piamba, de 25 años, agredida con ácido por un desconocido horas después de decirle a su expareja que no quería reconciliarse con él. El atacante le arrojó un líquido que le quemó la sien izquierda, parte de un ojo y el mentón. A veces, como ha relatado a varios medios colombianos, su exnovio —en libertad y sin que se le haya podido imputar ningún cargo— aún la llama y le dice “lo bella” que quedó tras lo ocurrido.
Pero incluso cuando el agresor no tiene ninguna relación con la víctima —pocos casos, pero los hay y cada vez más, según ASTI—, el acto tiene un componente de posesión y dominio. “Lo consideran una forma de aleccionar a la mujer, a la que ven como alguien perverso. Intentan satisfacer sus principios y sus valores atacando su estética porque para ellos es la parte más superficial de su poder y de su sexualidad”, explica Lorente. El desconocido que arrojó ácido a Gina Potes en Bogotá, por ejemplo, le gritó: “¡Eso le pasa por ser tan bonita!”.
Porque el castigo no solo queda ahí. Luego empieza, sobre todo en los países en vías de desarrollo, otra condena: el rechazo social. “Las que sobreviven a un ataque con ácido tienen altas probabilidades de ser rechazadas por sus familias y sus comunidades, que de alguna manera las culpabilizan. La mayoría no puede volver a su trabajo, no son tratadas con respeto por parte de las autoridades que, a menudo, les niegan su apoyo”, remarca Morrison, de ASTI.
Organizaciones como la suya trabajan para cambiar las leyes de los países donde más ataques se producen y endurecer las penas a los agresores, que la mayoría de las veces quedan libres y sin ningún cargo. Eso si la víctima denuncia, porque, según Maria José Alcalá, jefa de la sección de Violencia de ONU Mujeres, muchas deciden callar por miedo a que los familiares del agresor o su entorno se venguen. Por eso, dice, y por la falta de registros, es complicado cuantificarlas.
Camboya trabaja en un proyecto de ley que, además de contemplar penas severas para este delito, regula la venta de sustancias corrosivas, muy fáciles de conseguir. Un camino por el que avanzan también las autoridades colombianas. En ese país, la detección de casos en los últimos años ha impulsado un proyecto de ley que amplía las condenas para los agresores y restringe la comercialización de estos productos.
Cristina Plazas, alta consejera para la Igualdad de la Mujer de Colombia, explica que además de ese trabajo legislativo se han revisado los protocolos de atención a las víctimas. También se ha creado una unidad policial específica que investiga estos delitos. Plazas, sin embargo, no habla de un aumento de casos —dice que han sido unos 30 en los últimos años, frente al recuento de más de 50 cada año que hacen las organizaciones que las tratan—, sino de una “mayor visibilización” del fenómeno. La consejera se muestra preocupada por el “manejo” que determinados medios o entidades dan al problema. “Puede estar generando una influencia para el aprendizaje criminal y el aumento de nuevos casos”, considera. Se están haciendo estudios sobre el perfil de la víctima y el atacante, para poder trabajar más en la prevención, añade.
La abogada colombiana Mónica Roa, directora de programas de Women's Link Worldwide, se muestra alarmada por el fenómeno y cree que el abordaje legal no es suficiente. “En los últimos años hay una cantidad de leyes que recrudecen las penas para los diferentes tipos de violencia contra la mujer, pero en la práctica los fiscales y jueces no las están aplicando. Se vive un grave clima de impunidad rampante que deja estas reformas legales convertidas en letra muerta”, dice.
También María José Alcalá, de ONU Mujeres, habla de prevención. “Es el arma esencial para transformar las actitudes y comportamientos que perpetúan y toleran la violencia contra la mujer, que entre otras formas de agresión, se manifiesta también en ataques con ácido”, opina.
Pero mientras se lucha por cambiar determinados comportamientos y mentalidades, urge alejar este arma de los violentos. Un instrumento del terror con gravísimas consecuencias que se puede obtener levantando la tapa de un motor o por mucho menos de un dolar en muchas tiendas.
Las cicatrices en su cara, abrasada, las hacen perfectamente reconocibles; pero no existen estadísticas que digan cuántas personas sufren ataques con ácido u otros productos de este tipo en el mundo. Acid Survivors Trust International (ASTI), una organización especializada que trabaja con Naciones Unidas, calcula que al año se producen al menos 1.500 agresiones, más del 80% a mujeres. La mayoría localizadas en países del sureste de Asia, África subsahariana, India occidental y oriente medio; aunque se contabilizan cada vez más casos en América Latina. Como en Colombia, donde la proliferación de ataques con químicos abrasantes ha llevado a las autoridades a revisar la ley para endurecer las penas contra los agresores que empleen este instrumento de terror. El 90% de los atacantes son hombres; casi siempre conocidos o con alguna relación con la agredida; un patrón común en todos los lugares.
Pretenden destruir la vida de la mujer a través de lo que la ONU considera una forma “devastadora” de violencia de género. Como la que cegó a la iraní Ameneh Bahrami, a quien un pretendiente despechado lanzó ácido y desfiguró hasta hacerla irreconocible cuando tenía 23 años. O a la joven camboyana Ponleu, atacada con un líquido corrosivo por su marido al que había pedido el divorcio tras cuatro años de malos tratos. En Europa, estas agresiones son anecdóticas, pero ocurren. Hace cuatro años, el exnovio de Katie Piper contrató a un hombre para que le rociase con un líquido corrosivo. La joven, de 24 años, modelo, sufrió lesiones severas. Hoy, tras decenas de operaciones, las huellas del terror que le surcan el rostro no se han borrado del todo. En Madrid, el pasado martes, María Ángeles, de 29 años, fue atacada en plena calle por un desconocido que le arrojó ácido. La policía investiga el caso y el entorno del marido de la chica, del que se está separando.
El uso de productos como el ácido sulfúrico —que se extraen muchas veces del motor de los coches o motocicletas— es un acto premeditado con el que el agresor persigue un objetivo claro: “Tienen la intención de desfigurar permanentemente a la víctima, de causarle daños físicos y psicológicos brutales, de provocarle graves cicatrices y condenarla al ostracismo”, explica Meryem Aslan, responsable del Fondo Fiduciario de Naciones Unidas. Un crimen cometido la mayoría de las veces por aquellos a quien la agredida ignoró o rechazó.
“Los motivos más frecuentes para estos ataques son el rechazo por parte de las mujeres de las insinuaciones sexuales o las ofertas de matrimonio”, dice John Morrison, director de ASTI. O de maridos contra sus esposas, a las que pretenden repudiar o castigar. A veces, escudándose en acusaciones de supuestas infidelidades o comportamientos para ellos indecorosos. “También se ven ataques así de vez en cuando en los casos de violencia doméstica, por parte de las familias políticas; o son provocados por disputas comerciales o de tierras entre distintos clanes”, explica. Situaciones en las que los agresores atacan a la parte más vulnerable y sensible de la familia: una mujer joven en edad casadera o una niña que quedará marcada toda la vida. “Con la agresión le arrancarán su capital social, su aspecto; y el capital económico de su familia, que muchas veces se ve obligada a vender sus posesiones y, por supuesto, las tierras en disputa, para pagar los cuidados médicos de la menor”, enumera el director de ASTI, una organización que trabaja en países como Nepal, Uganda, Camboya o India.
El 40% de las víctimas no ha cumplido los 18 años en el momento de la agresión. Y desde entonces llevará una vida difícil y con secuelas brutales físicas y psicológicas. Graves quemaduras —casi siempre en el rostro y cuello—, daños en las vías respiratorias o incluso ceguera. La mayoría no llegará a recuperarse nunca. “El trauma para estas mujeres es severo”, explica Linda Guerrero, directora de la Fundación del Quemado de Bogotá, que en los últimos años ha atendido a 33 mujeres. Todas jóvenes. “Necesitan muchas operaciones de reconstrucción e implantes de piel. Todas han sido agredidas en la cara, donde las marcas son muy visibles; muchas, además, han perdido un ojo”, enumera. Suelen tener afectados los huesos y funciones como la respiración o la deglución. “Además, tienen pánico a salir solas a la calle, sufren depresión y pesadillas”, dice Guerrero. A veces, cuenta, sueñan que vuelven a recuperar su rostro. Aquel que su agresor les quiso robar para atacar su feminidad.
Patricia Lefranc cree que su expareja quiso matarla. Y si no lo lograba, provocarle la “muerte social”.
Excluirla del mundo destruyendo su aspecto. Esta belga fue atacada en 2009 por su exnovio, Richard Remes, que la esperó en el portal de su casa y le lanzó ácido sulfúrico. El líquido le abrasó el rostro y el torso de tal forma que si no hubiera sido por las prótesis mamarias que llevaba, le hubiera alcanzado los pulmones y el corazón. “Sentí que me quemaba, que me derretía. El dolor era inmenso”, explica por teléfono. En marzo, Remes fue condenado a 30 años de cárcel, pero la condena de Lefranc es para siempre. “Me ha convertido en un monstruo”, lamenta. Se ha sometido a 87 operaciones vitales y de cirugía reconstructiva, pero su rostro, convertido en un mar de cicatrices, sigue desfigurado. No queda nada de la mujer rubia y atractiva de antes de la agresión. Además, cuenta, no puede hacer una vida normal. El dolor le impide trabajar y como el ácido le abrasó también la garganta, tiene dificultades para tragar. “Es una agresión perversa, tremenda. En una sociedad como esta, donde se da tanta importancia a la imagen, desfigurar a alguien es imponerle una tortura constante”, dice su abogado Sven Mary.
Lefranc tiene clarísimas las maquinaciones de su exnovio. Pero los expertos también sostienen que tras el uso de sustancias abrasantes no solo se haya la intención de dañar físicamente a la víctima. “Es un acto simbólico claro”, afirma Vicente Garrido, profesor de criminología de la Universidad de Valencia y especialista en delincuencia violenta. “Si ella le deja, él la dejará mutilada para que ningún otro hombre pueda disfrutar a su lado. Y además recibirá un castigo por rechazarle”, dice.
El grueso de los ataques se registra en el sureste de Asia, el África subsahariana, India y Oriente Medio
Miguel Lorente, profesor de Medicina Forense de la Universidad de Granada, ha analizado los instrumentos que utilizan los agresores machistas. Para él, este —y todos aquellos que signifiquen quemar a la víctima— tiene un doble objetivo: “Buscan ocasionar daño grave, mucho dolor y complicaciones severas o incluso la muerte; y, por otro lado, pretenden dejar a la persona marcada con secuelas estéticas brutales. Esto satisface al agresor que, si no mata a la víctima, deja de perseguirla y acosarla porque ve en sus cicatrices su firma y la devaluación de la mujer desde el punto de vista estético”, abunda el exdelegado de Gobierno contra la Violencia de Género. “Es como si dijeran: ‘Vete con quien quieras, que nadie te va a querer, te he marcado, he dejado mi firma”.
Motivación que parece subyacer tras el ataque a la colombiana Gloria Piamba, de 25 años, agredida con ácido por un desconocido horas después de decirle a su expareja que no quería reconciliarse con él. El atacante le arrojó un líquido que le quemó la sien izquierda, parte de un ojo y el mentón. A veces, como ha relatado a varios medios colombianos, su exnovio —en libertad y sin que se le haya podido imputar ningún cargo— aún la llama y le dice “lo bella” que quedó tras lo ocurrido.
Pero incluso cuando el agresor no tiene ninguna relación con la víctima —pocos casos, pero los hay y cada vez más, según ASTI—, el acto tiene un componente de posesión y dominio. “Lo consideran una forma de aleccionar a la mujer, a la que ven como alguien perverso. Intentan satisfacer sus principios y sus valores atacando su estética porque para ellos es la parte más superficial de su poder y de su sexualidad”, explica Lorente. El desconocido que arrojó ácido a Gina Potes en Bogotá, por ejemplo, le gritó: “¡Eso le pasa por ser tan bonita!”.
Porque el castigo no solo queda ahí. Luego empieza, sobre todo en los países en vías de desarrollo, otra condena: el rechazo social. “Las que sobreviven a un ataque con ácido tienen altas probabilidades de ser rechazadas por sus familias y sus comunidades, que de alguna manera las culpabilizan. La mayoría no puede volver a su trabajo, no son tratadas con respeto por parte de las autoridades que, a menudo, les niegan su apoyo”, remarca Morrison, de ASTI.
Organizaciones como la suya trabajan para cambiar las leyes de los países donde más ataques se producen y endurecer las penas a los agresores, que la mayoría de las veces quedan libres y sin ningún cargo. Eso si la víctima denuncia, porque, según Maria José Alcalá, jefa de la sección de Violencia de ONU Mujeres, muchas deciden callar por miedo a que los familiares del agresor o su entorno se venguen. Por eso, dice, y por la falta de registros, es complicado cuantificarlas.
Camboya trabaja en un proyecto de ley que, además de contemplar penas severas para este delito, regula la venta de sustancias corrosivas, muy fáciles de conseguir. Un camino por el que avanzan también las autoridades colombianas. En ese país, la detección de casos en los últimos años ha impulsado un proyecto de ley que amplía las condenas para los agresores y restringe la comercialización de estos productos.
Cristina Plazas, alta consejera para la Igualdad de la Mujer de Colombia, explica que además de ese trabajo legislativo se han revisado los protocolos de atención a las víctimas. También se ha creado una unidad policial específica que investiga estos delitos. Plazas, sin embargo, no habla de un aumento de casos —dice que han sido unos 30 en los últimos años, frente al recuento de más de 50 cada año que hacen las organizaciones que las tratan—, sino de una “mayor visibilización” del fenómeno. La consejera se muestra preocupada por el “manejo” que determinados medios o entidades dan al problema. “Puede estar generando una influencia para el aprendizaje criminal y el aumento de nuevos casos”, considera. Se están haciendo estudios sobre el perfil de la víctima y el atacante, para poder trabajar más en la prevención, añade.
La abogada colombiana Mónica Roa, directora de programas de Women's Link Worldwide, se muestra alarmada por el fenómeno y cree que el abordaje legal no es suficiente. “En los últimos años hay una cantidad de leyes que recrudecen las penas para los diferentes tipos de violencia contra la mujer, pero en la práctica los fiscales y jueces no las están aplicando. Se vive un grave clima de impunidad rampante que deja estas reformas legales convertidas en letra muerta”, dice.
También María José Alcalá, de ONU Mujeres, habla de prevención. “Es el arma esencial para transformar las actitudes y comportamientos que perpetúan y toleran la violencia contra la mujer, que entre otras formas de agresión, se manifiesta también en ataques con ácido”, opina.
Pero mientras se lucha por cambiar determinados comportamientos y mentalidades, urge alejar este arma de los violentos. Un instrumento del terror con gravísimas consecuencias que se puede obtener levantando la tapa de un motor o por mucho menos de un dolar en muchas tiendas.
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http://youtu.be/eQscuAUIFnU
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