Los españoles ante el aborto (1976-2013)
Humildad, respeto y tolerancia son los rasgos que los españoles desean ver en la vida pública
Humildad, respeto y tolerancia: estos son los rasgos que de forma prácticamente unánime los españoles desearían ver predominar en nuestra vida pública. Así, el 88% afirma que nadie está en posesión de la verdad ni tiene derecho a decir a los demás cómo deben pensar o cómo tienen que vivir; el 98% cree que cada uno puede pensar lo que quiera, siempre que respete las ideas de los demás y no trate de imponer las suyas; y el 89% concluye que para que nuestro país vaya bien “lo más importante es que todos respetemos las ideas y formas de vivir de los demás, siempre que estén dentro de la ley”. Nunca antes en su historia nuestra sociedad había metabolizado tan plenamente como ahora la idea de que la convivencia en libertad, concordia y paz solo es posible si el estricto respeto a la ley (es decir, a las reglas que para la vida colectiva nos damos a nosotros mismos) se combina con todo el pluralismo de valores, de ideas y de estilos de vida que una convivencia democrática puede albergar (y que no es precisamente poco).
Quizá por ello nuestra ciudadanía lleva tan mal la sobreactuada y a veces ofensiva exageración con que propenden a abordar cuestiones complejas y delicadas quienes, por su posición institucional, parecerían llamados más bien a propiciar el entendimiento y la concordia. El caso del aborto es, en este sentido, paradigmático. Nuestra sociedad se acerca a este tema —desde hace ya casi medio siglo— con una actitud compasiva y serena, que contrasta fuertemente con la rígida dureza por la que ha optado en cambio la jerarquía católica (y, en su estela, algunos políticos).
Ya en 1976, una mayoría clara de españoles (incluso de católicos practicantes) consideraba que debía permitirse la interrupción del embarazo cuando el feto presente una malformación grave. No deja de resultar paradójico que precisamente este concreto caso (al que el neurocirujano Javier Esparza dedicara en estas páginas, en julio de 2012, un texto memorable: “Nadie tiene derecho a obligar al sufrimiento”) sea cuestionado ahora en la reforma que se prepara. Conviene en todo caso subrayar la significación de este primer dato, obtenido hace 37 años cuando la presión ambiental del nacional-catolicismo franquista —que eso sí que era, por cierto, coacción ambiental— apenas si había empezado a atenuarse y cuando las leyes penales seguían castigando severamente el aborto (con una sola excepción que hoy resulta sonrojante por su descarada hipocresía: el —así definido— aborto honoris causa, realizado para preservar la honra de la encausada y siempre que se probara que esta tenía realmente honra que proteger).
Ya en 1983, cuando el primer Gobierno de Felipe González planteó la despenalización de algunos supuestos de aborto, el 64% de los españoles se mostró partidario de que esa legalización fuera total y solo un 24% consideró que la interrupción voluntaria del embarazo debía seguir estando penada sin excepciones. Es decir, nuestra sociedad tenía ya claro que una cosa es que el aborto sea o no pecado, o moralmente aceptable o condenable, y otra muy distinta que deba ser delito. En 1985, vigente ya la reforma del Código Penal, el apoyo social a los supuestos despenalizados fue masivo. Tan solo entre los votantes del PP (y quizá, al menos en parte, por lealtad a la posición mantenida entonces por su partido en este asunto) más de la mitad se declararon opuestos a la reforma (que, con todo, fue apoyada por una sustancial tercera parte).
Desde entonces, el tema del aborto ha perdido relevancia y virulencia en el debate social cotidiano. Sigue siendo, en todo caso, una de esas cuestiones cuya intrínseca complejidad propicia un cierto grado de labilidad en las opiniones, según cuál sea el concreto ángulo desde el que se aborde su consideración. Por ejemplo, el 75% de todos los españoles (e incluso el 57% de los votantes del PP) piensa que la mujer tiene derecho a decidir libremente si desea o no seguir con un embarazo sin temor a sanción penal alguna. Tan solo un 17% (29% entre los votantes del PP) afirma en cambio que quien aborta comete un delito que debe ser legalmente penado. O lo que es igual, cuando se relaciona la interrupción del embarazo con el derecho de la mujer a disponer libremente de su propio cuerpo, la respuesta ciudadana favorable a la total despenalización del aborto es inequívoca. Sencillamente, así planteado el caso, tres de cada cuatro españoles se resisten a aceptar que, por estar embarazada, el Estado pueda “expropiar” a la mujer su plena capacidad de decisión sobre su propia corporeidad por una supuesta colisión de sus derechos con los de alguien que aún no es, por más que finalmente pueda llegar a ser (y a este respecto, permítaseme recomendar un segundo texto memorable: “El roble, la bellota y el aborto”, del profesor Jesús Mosterín, publicado también en estas páginas).
Los últimos datos de opinión disponibles, obtenidos hace solo unos días, invitan por último a concluir que el ministro de Justicia como mínimo exagera, y notablemente, al afirmar que la reforma del aborto que prepara responde a “un mandato de los ciudadanos”. La realidad es más bien que en el momento actual solo un 10% de los españoles (y solo un 26% de los católicos practicantes) cree que el aborto deba ser considerado siempre como delito y que el resto se divide entre una mayoría relativa (46%) partidaria de que se mantenga el actual sistema de plazos y un porcentaje cercano (41%) que preferiría volver al anterior sistema de supuestos. Tan solo entre los votantes del PP existe una mayoría clara (61%) favorable al sistema de supuestos, si bien una apreciable fracción (22%) no reclama cambio alguno.
José Juan Toharia, es catedrático de Sociología y presidente de Metroscopia.
Quizá por ello nuestra ciudadanía lleva tan mal la sobreactuada y a veces ofensiva exageración con que propenden a abordar cuestiones complejas y delicadas quienes, por su posición institucional, parecerían llamados más bien a propiciar el entendimiento y la concordia. El caso del aborto es, en este sentido, paradigmático. Nuestra sociedad se acerca a este tema —desde hace ya casi medio siglo— con una actitud compasiva y serena, que contrasta fuertemente con la rígida dureza por la que ha optado en cambio la jerarquía católica (y, en su estela, algunos políticos).
Ya en 1976, una mayoría clara de españoles (incluso de católicos practicantes) consideraba que debía permitirse la interrupción del embarazo cuando el feto presente una malformación grave. No deja de resultar paradójico que precisamente este concreto caso (al que el neurocirujano Javier Esparza dedicara en estas páginas, en julio de 2012, un texto memorable: “Nadie tiene derecho a obligar al sufrimiento”) sea cuestionado ahora en la reforma que se prepara. Conviene en todo caso subrayar la significación de este primer dato, obtenido hace 37 años cuando la presión ambiental del nacional-catolicismo franquista —que eso sí que era, por cierto, coacción ambiental— apenas si había empezado a atenuarse y cuando las leyes penales seguían castigando severamente el aborto (con una sola excepción que hoy resulta sonrojante por su descarada hipocresía: el —así definido— aborto honoris causa, realizado para preservar la honra de la encausada y siempre que se probara que esta tenía realmente honra que proteger).
Ya en 1983, cuando el primer Gobierno de Felipe González planteó la despenalización de algunos supuestos de aborto, el 64% de los españoles se mostró partidario de que esa legalización fuera total y solo un 24% consideró que la interrupción voluntaria del embarazo debía seguir estando penada sin excepciones. Es decir, nuestra sociedad tenía ya claro que una cosa es que el aborto sea o no pecado, o moralmente aceptable o condenable, y otra muy distinta que deba ser delito. En 1985, vigente ya la reforma del Código Penal, el apoyo social a los supuestos despenalizados fue masivo. Tan solo entre los votantes del PP (y quizá, al menos en parte, por lealtad a la posición mantenida entonces por su partido en este asunto) más de la mitad se declararon opuestos a la reforma (que, con todo, fue apoyada por una sustancial tercera parte).
Desde entonces, el tema del aborto ha perdido relevancia y virulencia en el debate social cotidiano. Sigue siendo, en todo caso, una de esas cuestiones cuya intrínseca complejidad propicia un cierto grado de labilidad en las opiniones, según cuál sea el concreto ángulo desde el que se aborde su consideración. Por ejemplo, el 75% de todos los españoles (e incluso el 57% de los votantes del PP) piensa que la mujer tiene derecho a decidir libremente si desea o no seguir con un embarazo sin temor a sanción penal alguna. Tan solo un 17% (29% entre los votantes del PP) afirma en cambio que quien aborta comete un delito que debe ser legalmente penado. O lo que es igual, cuando se relaciona la interrupción del embarazo con el derecho de la mujer a disponer libremente de su propio cuerpo, la respuesta ciudadana favorable a la total despenalización del aborto es inequívoca. Sencillamente, así planteado el caso, tres de cada cuatro españoles se resisten a aceptar que, por estar embarazada, el Estado pueda “expropiar” a la mujer su plena capacidad de decisión sobre su propia corporeidad por una supuesta colisión de sus derechos con los de alguien que aún no es, por más que finalmente pueda llegar a ser (y a este respecto, permítaseme recomendar un segundo texto memorable: “El roble, la bellota y el aborto”, del profesor Jesús Mosterín, publicado también en estas páginas).
Los últimos datos de opinión disponibles, obtenidos hace solo unos días, invitan por último a concluir que el ministro de Justicia como mínimo exagera, y notablemente, al afirmar que la reforma del aborto que prepara responde a “un mandato de los ciudadanos”. La realidad es más bien que en el momento actual solo un 10% de los españoles (y solo un 26% de los católicos practicantes) cree que el aborto deba ser considerado siempre como delito y que el resto se divide entre una mayoría relativa (46%) partidaria de que se mantenga el actual sistema de plazos y un porcentaje cercano (41%) que preferiría volver al anterior sistema de supuestos. Tan solo entre los votantes del PP existe una mayoría clara (61%) favorable al sistema de supuestos, si bien una apreciable fracción (22%) no reclama cambio alguno.
José Juan Toharia, es catedrático de Sociología y presidente de Metroscopia.
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