Cosas que me quitan el sueño
La incapacidad de Wert y Mas para tenderse la mano en el premio Planeta me produjo vergüenza
A los que dormimos mal, los médicos nos recomiendan que no miremos una pantalla después de las diez de la noche. Como llevo años durmiendo de pena, he vivido el cambio fundamental de este consejo médico: antes, en el mundo precibernético, te aconsejaban que no vieras la tele, ahora te hablan de pantallas. Que no veas ni la tele, ni el ordenador, ni el iPhone ni el iPad. Del cine no te dicen nada, y a mí ese olvido me produce una pena imponente porque de alguna manera habla de la decadencia del cine en las salas. Ay. También te recomiendan no beber vino. Y de verdad que lo he intentado.
La cuestión es que si quiero dormir bien, tendría que ser otra persona. Sin mis dos copillas nocturnas y sin pantallas. Además, debería aprender a desconectar de los asuntos que me preocupan a partir también de las nueve, cenar prontito y no hablar de España. Llegados a este punto comprenderán ustedes que dormir bien en este país se ha puesto imposible. A consecuencia del ambiente que se respira, sigo la costumbre nabokoniana de dejar una maldita pastilla en la mesita de noche. Por si acaso. Apago la luz y le rezo un Padrenuestro al doctor Estivill. Al cabo de dos horas, créanme o no me crean, qué me importa ya, juro que la pastilla resplandece. Como esas virgencitas fluorescentes que velaban el sueño de las madres de antes. Y es tan fácil, pero tan fácil sucumbir a su influjo. Mientras mi mano se acerca hasta ella guiada por su extraordinario fulgor, me acuerdo de todas las cosas que me quitan el sueño y me digo: de acuerdo, yo tengo que cambiar, pero antes que yo debería cambiar España, y no parece que haya visos.
La noche del lunes 15, día de Santa Teresa (esposa de Lara padre), habiendo cenado a la hora en la que cenan las monjas, con una frugalidad rayana en el ascetismo y completamente sobria, apagué el ordenador y me dispuse a leer un libro en el sofá. Un espíritu insomne ha de tener mucho cuidado también con lo que lee. Nada de ensayo político. Nada de historia. Novelas de fácil asimilación. O biografías que te hagan soñar, algo como la biografía de Joaquín Torres, el arquitecto de los famosos.
Pero aunque la tele tenga ya algo de aparato vintage por cuanto todo lo que aparece en ella se puede ver al día siguiente en una pantallita, sigue siendo peligroso enfrentarse a su presencia. Te viene como un eco de la antigua dependencia y en cuanto te descuidas la enciendes. La otra noche, la del 15, la encendí. Y no porque quisiera comprobar si los nombres que habían manoseado los quinielistas del Planeta eran los de los ganadores reales del premio mejor dotado de la literatura en español (puede esperar a la hora radiofónica del desayuno), sino porque durante días todas esas pantallas que no me dejan dormir habían conseguido atizar en mi interior el morbo del encuentro entre el presidente de la Generalitat y el ministro de Educación, ese señor que me trae recuerdos de mis tardes adolescentes de mecanografía: w-e-r-t.
Me puse el debate 24 horas de Televisión Española, que es un programa inaudito donde hablan contertulios de mente articulada que dejan hablar a sus colegas y no levantan la voz, y esperé a que la presentadora diera paso a la fiesta planetaria, tratando de convencerme de que unas imágenes sin más de un apretón de manos, aparte del morbillo despertado, no habrían de robarme el sueño. Ilusa de mí.
Flanqueando al señor Lara, avanzaban esos dos representantes legítimos. A un lado, el que españoliza a los niños catalanes; al otro, el que internacionaliza el conflicto. W-e-r-t con la sonrisa tensa, Mas con cara de enigma. Se sentaron sin mirarse separados por la frontera carnal del enorme señor Lara. Qué bien viene un señor enorme en estas coyunturas. No sé si ustedes duermen bien ni si estaban la otra noche como yo contemplando el desencuentro en directo, pero debo confesar que esa incapacidad para tenderse la mano y entablar una conversación banal me produjo algo más que tensión. La expresión que define lo que sentí es antigua: vergüenza ajena. Por su desabrida manera de actuar deduzco que estos dos señores entienden que solo han de sentirse responsables de sus actos ante las personas que piensan exactamente como ellos. A los demás, que les zurzan, que hubieran votado al ganador. Ni por un momento contemplan la posibilidad de que los votos que les colocan donde están son de una parte de la población, pero los impuestos con los que se les paga provienen de todos los contribuyentes. A ellos se les da una higa. Tenían que escenificar su guerrita. Acudían a un premio literario con el afán de hacerse protagonistas de la noche. Ni Silva ni Torres, oiga. Aquí, W-e-r-t y Mas, felizmente agazapados tras ese empresario que visto lo visto debería llevarse su planeta a las Seychelles, donde reina una gran tranquilidad.
De camino a la cama iba pensando en todas esas criaturas humanas a las que durante cualquier jornada laboral hemos de tender la mano, aunque no compartamos con ellas ni una sola idea. Mientras, aquellos que están siendo pagados para aliviar tensiones se dedican a agitarlas. Comprenderán que habiendo visto tan violento espectáculo, mi mente se negara a desconectar. Solo el resplandor místico de la pastilla consiguió devolverme algo de sosiego.
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